Aseguran que sí.
Que hay naciones que sobresalen por su progreso, riqueza, ejemplaridad,
hidalguía, orden, disciplina, belleza, acogida… y muchas cosas más (bueno, esas
“naciones” no son así; así son sus “nacionales”). Y lo atribuyen a que los
niños cuando nacen, se juramentan para vivir siempre orientados en sus actos
por la ética, en su conciencia por la
integridad, en su conducta por el respeto a las leyes y a los derechos de los
demás, en sus relaciones por la responsabilidad,
en sus movimientos por el amor al trabajo,
en el uso de los valores por el ahorro y
la inversión, en sus metas por la superación
y en el uso del reloj por la puntualidad.
Y si no se
juramentan, lo maman y lo van copiando después de los que ya están siendo así.
No es nada anormal. Es como si los niños quisiesen tener piernas, manos,
pulmones, ojos, boca, aire, agua, calor, palabra… Diríamos: ¡Lógico! ¡No puede
ser de otra manera!
Pero muchas veces
debemos confesar que acusar de corrupción a muchos, de incapacidad a la mayor
parte, de errores a los que mandan, de persecución a los que no juegan con
nosotros… es un oficio que nos ocupa demasiado tiempo, demasiado juicio
crítico, demasiada inquisición y demasiado espacio que seguramente no nos toca
ocupar. Y nos distraemos de otro oficio, el nuestro: que es estimular a los que
comparten la vida con nosotros (hijos, esposos, educandos, amigos, compañeros,
compadres…) para que la vivan en todas sus dimensiones al cien por cien. Que no
sean indolentes cuando es tiempo (y tiempo es cada día de la vida) para
adquirir competencias; para fortalecer el sentido de justicia; para enriquecer
ese sentido con el de la generosidad. Que no sean ruines para aceptar que el
otro, sea quien sea (no solo el amiguete), ha acertado, tiene buena voluntad,
desea hacerlo mejor. Que no sean blandos en tener o permitir gastos que no son
solo pura complacencia, sino inoculación de despilfarro en el ritmo de la existencia.
Nos toca construir
el mundo. No solo discutir a los que lo intentan hacer y se equivocan. Y
tenemos para ello a disposición la espléndida escuela de la vida en la que
tenemos que inyectar, suave pero decididamente, lo mejor de nuestro yo.
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