Es,
cuando menos, curioso leer el camino que ha hecho el DNI desde su nacimiento
hasta hoy. Nos dice la Historia que las epidemias en Europa con sus bajas en el
siglo XVI, el envío de más y más soldados al Nuevo Mundo a partir de ese mismo
siglo, la emigración que se produjo en la misma dirección casi inmediatamente,
el intensísimo comercio con aquellas tierras hicieron que se impusiese una cédula de composición para identificar a
los que viajaban desde estas partes.
Dos
siglos más tarde, y para atajar los “frutos” y desmanes del bandolerismo,
aparecieron las cédulas personales y cartas de seguridad, especialmente para
los que realizaban alguna transacción o gestión oficial.
Y
así, más o menos, hasta 1944, cuando apareció en sus primeros paños el actual
DNI, que ha ido vistiéndose con los adelantos de la técnica y la exactitud.
¿He
pensado alguna vez que mi vida, con todo lo que encierra, oculto y manifiesto,
es un elocuente DCI de mi persona? Como no se trata de nada político, sino de
honda raíz interior, lo podemos llamar así: DCI, es decir, Documento Cristiano
de Identidad.
Los
datos de mi DNI pertenecen a la esfera de mi vida y conducta social. Y lo
conocen los agentes de esa esfera. Pero mi DCI lo guardo a veces tan
celosamente, que nadie se entera de que lo tengo. ¿Es que toca ocultar lo que
me hace más grande de verdad, más noble en mis intenciones y actos, más fecundo
en obras y entrega?
Mi
ADN o, lo que es lo mismo, mi Ácido
Desoxirribonucleico, es un documento más íntimo, más lleno de contenido,
más yo mismo. Porque me sitúa en lo hondo de mi ser. Pero también aquí hay otro
paralelo con mi otro Ser, el que ser alimenta de Fe y produce frutos de Amor.
¿De verdad que lo conozco? ¿De verdad que la identidad de mi persona es
convertirme en regalo de Vida en mi encuentro con los demás? ¿De verdad que
considero al otro, a cada otro, como el rostro en el que quiere Dios que le vea
a Él?
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