ULURU llaman desde siempre los anangu, aborígenes de Australia, a este
monolito que les viene desde el Cámbrico, formado por feldespato y sales de
Hierro, al que William Gosse, el primer occidental que subió a él en 1873, le
dio otro nombre, Ayers Rock, que era el del primer ministro de Australia en
aquella fecha.
Es, como sin duda sabes, una enorme
roca de 349 metros de altura y 8 kilómetros de perímetro, en el centro de
Australia, rodeada por cuatro desiertos y “surgida en la época de los sueños
del pasado, presente y futuro”, en cuya cima, dicen, vive una serpiente pitón,
centro de fe de la cosmogonía de los aborígenes: “los hombres hicieron la
Tierra y la Tierra hizo a los hombres”.
La solidez de esa roca y la de la fe
de los que la veneran puede servirnos para cotejar con ella la firmeza de
nuestra historia colectiva, familiar y personal. Porque es el caso que esta
historia personal y colectiva, que es la que de verdad nos interesa, necesita
de un repaso a fondo.
¿Estamos satisfechos de la claridad y
altura de miras, de la entereza de voluntad, de la firmeza, nobleza y grandeza
de las convicciones y el carácter con el que se van modelando nuestros hijos,
nuestros educandos? No podemos estar esperando “a ver lo que sale”. No podemos
rendirnos a la idea de que “nos ha tocado” vivir una etapa de la historia en la
que hay que rendirse ante la marcha del mundo. Eso es, naturalmente, lo cómodo,
lo que creemos que cohonesta el esfuerzo que aplicamos para que crezcan con una
aceptable dignidad en medio de un aire en el que dignidad y apariencia se confunden.
La inmensa alegría de haber volcado
ilusión, cercanía, afecto, propuesta de metas sucesivas y crecientes,
seguimiento eficaz y respetuoso, análisis del camino que se va haciendo, de las
dificultades que presenta, de los medios que se aplican para hacerlo vida y,
sobre todo, el ejemplo de esa vida y de entusiasmo deben mantenerse enhiestos
para que el fruto conseguido sea un fruto sazonado.