El Tambora es un volcán de 2850 metros de altura en la isla de Sumbawa, Indonesia.
Su máxima
actividad conocida la tuvo el 10 de abril de 1815: arrojó 160 kilómetros cúbicos de material
volcánico y causó la muerte inmediata de 71.000 personas. Provocó
anomalías del clima en todo el mundo en 1816, “año sin verano” y sin cosechas.
Con sus cenizas a más a 10 y 30 km de altura durante años produjo nieve de junio
a septiembre en Estados Unidos y Canadá
y epidemias de tifus en el Sureste de Europa y en el Este del Mediterráneo.
En la
historia de las personas nada de lo que sucede queda sin consecuencias. Ni nada
de lo que hacemos. Hasta un gesto sin aparente relieve en una madre o un padre,
en un educador se puede convertir en una actitud de reserva, en una conducta de
apartamiento, en un vacío a todo lo que provenga de él, en una vida llena de
resabios y desquites, de soledad interior, de desconfianza general y
profundamente creciente.
Basta
haber tenido la confianza de uno de nuestros jóvenes amigos tocado por una
desafortunada intervención paternal (¿paternal?), para apreciar la hondura de
ese mal. Y si por herencia o venganza continúa esa cadena de conductas torpes y
egoístas, nos damos cuenta de por qué en nuestra cercanía familiar o en nuestra
más o menos vecina sociedad advertimos en algunos de nuestros “amigos” amarguras,
decepciones, desánimos, necesidad visceral de revancha…