No sé cómo se llaman ellos, pero sé que su amigo,
el mendigo a quien esperan, se llama
César, un sintecho de Rio do Sul -
un ayuntamiento de Brasil en el Estado de Santa Catarina - que está en el
hospital para una cura que no interesa para nuestro fin.
Es medianoche y ellos, los cuatro amigos, sin una
voz, sin dar un paso donde saben que no deben, esperan que salga su amigo. Que
lo quieren, que lo necesitan, que no se separarán de él porque le necesitan
para vivir porque no pueden vivir sin él. Y no es por lo que les da, sino
porque su vida, la de César, es la ellos, los perros amigos.
Si tienes ocasión búscalo en alguno de estos medios
que nos asoman a la vida y podrás ver a César, sentado en la acera, casi ciego
del ojo izquierdo, que es el lado hacia el que apunta su corazón que es todo
cariño.
Este hecho tan simple, tan profundo y tan clamoroso
despierta sin duda en tu tesoro más grande que es el afecto, unas ganas tan
sinceras, tan emocionadas, tan decididas, tan valientes, que a lo mejor se
convierten en lágrimas de impotencia o rebelión contra ti mismo porque no haces
nada.
En toda vida humana, con una respuesta u otra,
desde la de los valientes que se lanzan, hasta la de los cobardes que envejecen
preguntándose “¿Y yo qué voy a hacer?” hay siempre un momento en el que
podríamos sentir el placer de dar un paso adelante, dejando atrás todo lo que
nos ataba a nuestro afán de ahorrarnos.
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