¡Viven! es el título de uno de los libros (se escribieron al menos 18) y películas (3; y 9 documentales) sobre la extraordinaria experiencia que vivieron los 14 supervivientes de un accidente aéreo. El 13 de octubre de 1972 el avión que llevaba 45 pasajeros de Montevideo a Santiago de Chile chocó contra los Andes. El 22 de diciembre (¡dos meses y diez días después!) los dos destacados desde la nieve a tierra habitada lograron tocar la vida y provocar el rescate. Me parece recordar que uno de ellos, comentando sus emociones, se avergonzaba de que en la primera comida que hizo le parecía comer como si no lo hubiera hecho nunca y no lo volvería a hacer.
La protagonista Scarlette O’Hara de la película Lo que el viento se llevó (1939, 5 directores, 239 minutos, 11 oscar y más cosas) decía con verdadero arrebato aquella frase tantas veces repetida “Pongo a Dios por testigo que jamás volveré a pasar hambre”.
Se me ocurre pensar que un hambre parecida fue hace unos años la inspiradora de la crisis económica, social, psicológica y moral que hoy nos aqueja. El hambre ciega. Pero esa ceguera produce espejismos que se eliminan con grave dificultad. Y en su secuela estamos.
Las madres (¡muchas madres!) se empeñaban en defender a sus hijos de la pobreza que ellas habían padecido. Y al concederles todo, hasta los desvaríos del capricho y las desviaciones de las adormideras, estaban minando la voluntad para optar, la capacidad para renunciar, la fortaleza para revestir la vida de la noble austeridad. El modelo del espartano, que asumía voluntariamente el dolor, todos los dolores, con tal de ser un digno vástago de la familia, un intrépido compañero de la lucha, un generoso hermano de la vida, una columna de una patria fuerte y orgullosa, se cambió por la propuesta de no sufrir:"¡Que no sufra!”. Como si alguien hubiese llegado a ser grande sin aguantar, humanamente rico sin ser materialmente pobre, fuerte sin haberse exigido un ejercicio duro y constante de violencia sobre sí mismo.
Y las instituciones, mercados y prestamistas, se lanzaron a medrar facilitando atractivos y préstamos. Se compró lo que no hacía falta, se buscó lo que se había convertido en necesario porque necesario era lo que producía bienestar y placer. Se copió lo que hacía el vecino para no parecer menos que él, es decir, para no quedar mal, se superó lo que había hecho o comprado el vecino para quedar bien, para presumir, es decir, para parecer, para lucir y, si era posible (y si no era posible se hacía lo posible para que lo fuese) para deslumbrar.
Todo eso fue minando la autenticidad. Uno no era lo que era, sino lo que parecía; uno no adquiría lo que necesitaba, sino lo que daba placer. Y se fue debilitando el sentido de lo justo, de lo recto, de lo esencial, de la verdad.
¿Valdrá el dolor de la crisis para poner atajo a la enfermedad?
La protagonista Scarlette O’Hara de la película Lo que el viento se llevó (1939, 5 directores, 239 minutos, 11 oscar y más cosas) decía con verdadero arrebato aquella frase tantas veces repetida “Pongo a Dios por testigo que jamás volveré a pasar hambre”.
Se me ocurre pensar que un hambre parecida fue hace unos años la inspiradora de la crisis económica, social, psicológica y moral que hoy nos aqueja. El hambre ciega. Pero esa ceguera produce espejismos que se eliminan con grave dificultad. Y en su secuela estamos.
Las madres (¡muchas madres!) se empeñaban en defender a sus hijos de la pobreza que ellas habían padecido. Y al concederles todo, hasta los desvaríos del capricho y las desviaciones de las adormideras, estaban minando la voluntad para optar, la capacidad para renunciar, la fortaleza para revestir la vida de la noble austeridad. El modelo del espartano, que asumía voluntariamente el dolor, todos los dolores, con tal de ser un digno vástago de la familia, un intrépido compañero de la lucha, un generoso hermano de la vida, una columna de una patria fuerte y orgullosa, se cambió por la propuesta de no sufrir:"¡Que no sufra!”. Como si alguien hubiese llegado a ser grande sin aguantar, humanamente rico sin ser materialmente pobre, fuerte sin haberse exigido un ejercicio duro y constante de violencia sobre sí mismo.
Y las instituciones, mercados y prestamistas, se lanzaron a medrar facilitando atractivos y préstamos. Se compró lo que no hacía falta, se buscó lo que se había convertido en necesario porque necesario era lo que producía bienestar y placer. Se copió lo que hacía el vecino para no parecer menos que él, es decir, para no quedar mal, se superó lo que había hecho o comprado el vecino para quedar bien, para presumir, es decir, para parecer, para lucir y, si era posible (y si no era posible se hacía lo posible para que lo fuese) para deslumbrar.
Todo eso fue minando la autenticidad. Uno no era lo que era, sino lo que parecía; uno no adquiría lo que necesitaba, sino lo que daba placer. Y se fue debilitando el sentido de lo justo, de lo recto, de lo esencial, de la verdad.
¿Valdrá el dolor de la crisis para poner atajo a la enfermedad?