El
crucero Costa Concordia es el
primero de los hermanos gemelos Pacifica,
Favolosa, Fascinosa y Carnival Splendor, como todos sabéis. Se presentó en sociedad en julio de
2006 y navegó en su esplendor hasta el 13 de enero de 2012. Con sus 114.500
toneladas pudo lucir el mensaje de unidad y concordia de su estirpe hasta que
un accidente – según parece, leve – acabó con sus deseos: una vía de agua de 70
metros de longitud le hizo zozobrar y escorarse casi 90 grados con la
irreparable pérdida de la vida de 32 personas.
Era (y
sigue siéndolo, pero derrotado) largo: 290,20 m.; ancho: 35,50; y profundo:
8,20 m. de calado (lo de eslora y manga queda para los especialistas). Lo lanzaban por las aguas, con
una velocidad de hasta 19,6 nudos (más o menos 33 kilómetros por hora, seuo),
seis motores de 75.600 kW. Tenía 1.555 cabinas de lujo y 70 suites de superlujo;
un Samsara Spa, con fitness, gimnasio, piscina de talasoterapia, sauna, baño turco, solárium…
más otras cuatro piscinas, cinco jacuzzis
y otros cinco spas; cinco
restaurantes, dos Clubes y
trece bares…; un teatro, casino y discoteca, un área para niños, un simulador
de Grand Prix motor racing y un Cibercafé.
Ya había
tenido un susto cuatro años antes en Palermo: parece que una ráfaga de viento
impertinente lo llevó hasta un muelle flotante y se dañó su estribor. Pero todo
se arregló.
¿Y…?
Virgilio en sus bucólicas (2,17)
advertía y sigue advirtiendo: “¡Hermoso muchacho, no te fíes demasiado de tu
aspecto!” (O formose puer, nimium ne
crede colori!). Unos menos, otros más y otros mucho vivimos fiados de la
apariencia, de nuestra apariencia y de la de los demás. Presumir es poner por
delante lo que suele siempre quedar atrás. Cuántas veces hemos dicho y hemos
oído decir con asombro, reprobación y casi como disculpa: “¡Pues parecía…!”.
Hay personas que “parecen” y se esfuerzan en “parecer” y se apoyan en el
“parecer” de las cosas, de las personas y de los acontecimientos como si la
cáscara poseyese siempre el sabor del fruto. Y en esto no suele haber
escarmiento, es decir, la corrección de conducta que supone haber tropezado, el
látigo que se aplicaba a los escolares para que aprendiesen, o la burla mucha
veces cruel que se hace del que vive del viento.