viernes, 7 de septiembre de 2018

Hablar: apreciar nuestra lengua.


Los lectores más jóvenes no conocen, tal vez, a Thomas James Merton (1915-1968). Fue un escritor estadounidense con un recorrido largo en su no larga vida y en sus experiencias políticas y espirituales. Se convirtió al catolicismo en 1938. Trapense en  1941, se ordenó como sacerdote en 1949. Escribió La montaña de los siete círculos donde expuso su camino hasta el catolicismo. En abril de 1940, un año y medio después de su ingreso oficial en la Iglesia católica tuvo en Cuba una experiencia muy grata que nos narra con evidente agrado (El corte magnético) en el libro citado.
Con frecuencia yo dejaba una iglesia e iba a oír otra Misa a otra iglesia especialmente si era domingo y podía escuchar los armoniosos sermones del sacerdote español, la perfecta gramática de quien estaba lleno de dignidad y misticismo y elegancia. Después del Latín me parece que no hay lengua tan apropiada para rezar y para hablar de Dios como la española, ya que es una lengua al mismo tiempo fuerte y flexible; hay en ella agudeza, se encuentra en ella la calidad del acero que le da la precisión que necesita la verdadera mística, y sin embargo es delicada también, y donosa y flexible como la devoción requiere; y cortés y flexible y afable y se presta asimismo sorprendentemente a un poco de sentimiento. Tiene algo de la intelectualidad del Francés, pero no la frialdad que intelectualmente se da en el Francés; y nunca se desliza hacia las melodías femeninas del Italiano. El español no es nunca un lenguaje lánguido, nunca tibio ni siquiera en los labios de una mujer”.
Los que leen estos leves comentarios de las Buenas Noches tienen la buena fortuna de poseer, usar y gozarse con la lengua que Merton apreció en su estancia en La Habana. Se me ocurre preguntar si la estimamos, la apreciamos, la cultivamos, la cuidamos, nos la exigimos con la nobleza y belleza que expresa, en nosotros mismos y en los que caminan a nuestro lado y aprenden de nosotros a hablar. La siembra que hagamos de ello será una buena defensa de nuestra hermosa lengua frente a los desgarros de los que es víctima con asidua frecuencia. 

domingo, 2 de septiembre de 2018

Los honderos o dar el blanco.


Los honderos baleares fueron buenos mercenarios en los ejércitos cartagineses y romanos que ganaban o perdían batallas (¡es un decir para los demasiado chinches!) en el encuentro o en el cuerpo a cuerpo. Porque no había balas.
Los honderos las ganaban a distancia. Iban en primera fila y, como David ante Goliat, con un solo disparo (de una de las tres hondas que llevaban en la cabeza, la cintura y la mano) eliminaban a un enemigo, con otra piedra (o una pieza de plomo de 200 gramos) a otro... Y así diezmaban la vanguardia, que era  lo más selecto del ejército enemigo.  
En la guerra de griegos contra cartagineses a finales del siglo V, en el ejército de AmílcarAsdrúbal y Aníbal (recuerda: Cannas, primero – derrota - y Zama más tarde - desquite) estuvieron destrozando escudos y corazas y… desconcertando al enemigo. O perforando, desde la costa, el casco de madera de los barcos hostiles o sospechosos.  
Se entrenaban desde niños, como sabes. Y debían acertar en su puntería si querían comer.
A veces serpea entre nuestras prácticas educativas una que suele ser complacer para que nos quieran o nos dejen en paz. A la larga lo que logramos es que nos declaren la guerra (esa guerra insidiosa de la desestima o el desquite solapado que tanta tristeza y desolación produce). El ejercicio de la paternidad nunca se realiza con el ejercicio del paternalismo. Autoridad es la calidad del que acompaña en el crecer, en madurar, en acompañar al hijo o al “pupilo” para que vaya siendo él mismo y lo sea sabiamente.
Dar de comer gratis no es el camino. Ayudar a entender que el premio de la amistad, de la cercanía, del triunfo sobre la propia limitación no es un regalo, sino una meta que se alcanza cuando se ha crecido en puntería, en fuerza y en constancia animado por la mirada exigente, estimulante y llena de aprecio y cariño del que lo quiere ver de verdad convertido en un buen luchador.

martes, 28 de agosto de 2018

Chiribiquete o dejarse asombrar...


En la sesión número 42 del Comité de Patrimonio Mundial de la Unesco (Manama, capital de Barein, ya sabes) fue declarado recientemente Patrimonio de la Humanidad este asombroso paraje natural y rupestre del corazón de Colombia, que es la Amazonia: el Chiribiquete.
Decir que ofrece, por ejemplo, más de setenta mil figuras de arte rupestre que nos han quedado al aire libre desde hace siglos es ya un buen estímulo para interesarte por ello.
Juan Manuel Santos, Presidente de aquella nación anunció, al conocer esta deseada declaración, que se ampliaría el parque quedando así protegidos su increíble biodiversidad y su inestimable legado histórico.
Si esta leve referencia que acabas de leer te hace sentir la curiosidad por ahondar en algunos de los medios que tienes a tu alcance para ampliar tu conocimiento y admirar su amplitud, sentirás la satisfacción de abrir tus ojos, tu mente y tu corazón a un mundo insospechado.
Pero en esta humilde página de propuestas para la reflexión cabe solo la que nos lleva a cultivar en nuestra tarea existencial y en la de nuestros sucesores esta idea, u otra parecida. No sé si del filósofo chino Lao Tse o de otro tan sabio como él, hace ya muchos años: “¡Ay del que ha perdido ya la capacidad de asombrarse con un ¡Ah!”.
Es frecuente que cuando nos referimos en el despliegue de nuestros argumentos a algún tema, a algún hecho, a alguna circunstancia valiosa para nuestro intento de educar, escuchemos un tajante “¡Ya lo sabía!” que nos deja sin ganas de seguir.          
Debemos orientar la cabeza de quien tratamos de acompañar en su maduración humana no sólo por el camino del saber, sino por la escala del sentir.
El que aprende agranda el saco de su conocimiento. El que modula su corazón con el asombro, la admiración, el aprecio, el agradecimiento, robustece el ejercicio y agranda su capacidad de hacer suya la riqueza espiritual de saber amar.

jueves, 23 de agosto de 2018

Los viejos: escuchar el silencio.


En nuestro difícil oficio de educar resulta también muy difícil enseñar a escuchar el débil y acaso acobardado comentario de quien más sabe, porque ha vivido más y, tal vez, porque más ha sufrido.
La actitud de un adolescente, y hasta de un joven, suele ser la de arrinconar al viejo. En el rincón descansa. En el rincón se calla. Desde el rincón no trata de seguir siendo maestro y protagonista. Se le ha pasado la vez. Lo mejor en el viejo es el silencio... Por fin se ha quedado dormido.   
Y, sin embargo, es fácil constatar que cuando un joven crece en la estima hacia su viejo, más podemos apreciar en el joven su madurez. Que no consiste solo en respetar, solo en apreciar, solo en acoger, sino también en descubrir que el viejo es un pozo profundo, y a veces desconocido, de experiencia, de sufrimiento, de aguante, de renuncias, de entrega,  de cariño…
Estas reflexiones me animan a transcribir el canto de un anciano que advierte con gozo la presencia en su vida de los que le quieren.

Benditos los que me miran con simpatía
Benditos los que comprenden mis pasos titubeantes
Benditos los que alzan la voz para disimular mi sordera
Benditos los que toman con calor en sus manos las mías temblorosas
Benditos los que se interesan por mi lejana juventud
Benditos los que no se cansan de escuchar mis historias tantas veces repetidas
Benditos los que comprenden mi necesidad de afecto
Benditos los que me regalan preciosos retazos de su tiempo
Benditos los que se acuerdan de mi soledad
Benditos los que me acarician cuando sufro
Benditos los que alegran los últimos días de mi vida
Benditos los que me acompañan en el momento de mi salida
Cuando entre en la Vida sin fin los acariciaré en mi corazón junto al Señor Jesús

sábado, 18 de agosto de 2018

Juanelos: una historia de trabajo y entrega.


Quien se adentra en los terrenos del Valle de los Caídos descubre, al llegar al llamado Soto de la Solana y a unos seis kilómetros del Monumento, cuatro enormes columnas de granito de Orgaz, llevados a este lugar en el otoño de 1953.  
Proceden del proyecto de Juanelo Turriano para elevar agua desde el río Tajo a Toledo según deseo de nuestro Carlos V.
Ya antes de Turriano, en 1528, el Emperador había hecho venir a Toledo a un ingeniero flamenco, criado del conde de Nassau, según narra el luminoso cronista Francisco de Pisa: “... subió el agua desde los primeros molinos de junto a este puente de Alcántara hasta el Alcázar”. Pero el Tajo, celoso, se llevó, en un enfado, todo el ingenio.
Fue Felipe II quien, según nos cuenta Luis Hurtado de Toledo, párroco de San Vicente, en 1576 vio realizado el deseo de su padre: “Debajo del Alcázar sube un miraculoso y estupendo edificio que el subtilísimo Juanelo Turriano de Cremona, príncipe de la arquitectura y servicio de su majestad, con ocho órdenes de caños de metal, cuatro en cada escalera, los cuales semovientes y laborantes arrojan dentro de dicho Alcázar dos caños del grueso de un real de a ocho cada caño, y estos andan y trabajan de día y de noche porque su movedor  es el mismo río, con unas ruedas y artificio casi sobrenatural...”.
Estos hechos, lejanos e irrepetibles, nos hablan del empeño, el tesón, el estudio, el esfuerzo, la colaboración, el recurso... que ennoblecen a tantos grandes personajes de nuestra fecunda historia. Y nos invitan a que, aun sin programar quedar en ella como personajes ilustres, hayamos vertido la luz de nuestro entusiasmo como grandes, medianos o humildes creadores de una honrosa historia de trabajo y entrega.  

lunes, 13 de agosto de 2018

Petulancia o el no saber pedir.


Pet, en la cuna de nuestra lengua, el indoeuropeo (según dicen los que son capaces de decir estas cosas tan sublimes y acertar), encerraba el significado o sentido de volar, lanzarse hacia, precipitarse sobre o en… De pet vino petere, que es, por ejemplo, pero no solo, dirigirse a otro generalmente para pedir. Y cuando petere se hizo canalla resultó petulare. Y petulantes eran los inaguantables pedigüeños en la pobre-rica Roma, las prostitutas en la misma Roma virtuosa y vil. Y petulantes son hoy todos los que inoportuna, extemporánea, irracionalmente… exigen. No piden, que es verbo racional, oportuno, comedido, a la medida del trato entre personas que razonan. Ellos petulan.    
Demos una vuelta por el inverosímil mundo (inverosímil: “que no se parece en nada a lo verdadero”, es decir a lo correcto, lo  conveniente, lo sensato) en que nos movemos: en la familia, en la llamada sociedad, en el mercadeo de la Política, en las instituciones, en las naciones y en sus conventículos y advertiremos cuánto hay de petulancia, de exigencia, de violencia sutil o palmaria en sus actuaciones.
Esto, que suena tanto a política, puede trasladarse sin reparo al precioso mundo de nuestra preciosa misión de educar. ¡Cuánto hay de petulancia donde no se ha enseñado a pedir! La insolencia no es arma de los fuertes. Los fuertes tienen armas que hacen reflexionar, callar, ordenar, dar. Los débiles se sienten movidos por lo que creen que remueve a los otros: el fingimiento, la exageración, las quejas, los llantos, los mimos, la mentira, y un pretendido paso a la concesión.
¿Qué hacer? Conducirnos a sentir que conversar es un noble ejercicio de convivir. Y que, como decía Quinto Horacio Flaco a su amigo, y casi preceptor, Publio Virgilio Marón, mi otro debiera ser siempre "dimidium animae meae", mitad de mi alma: ¿quién no ama la mitad de lo que es? Y educar en consecuencia.

miércoles, 8 de agosto de 2018

Cine "Paradiso": para los niños que nunca han visto.


El Ischia Film Festival de este año de 2018, en su decimoquinta edición, se cierra el 7 de julio. Tiene lugar en el Castillo Aragonés de la Isla. Es una competición internacional al aire libre en aquel excepcional escenario a la que se presentan películas, cortos y documentales. Uno de estos, Un cine en concreto (con título en español) lo ha presentado Luz Ruciello y cuenta esta historia de la que ha sido testigo durante nueve años.
Omar J. Borcard, albañil argentino, construyó, domingo tras domingo, a lo largo de nueve años, un cine para los niños que nunca habían visto una imagen en pantalla grande. Lo llamó, recordando aquel entrañable film de Giuseppe Tornatore, Cine “Paradiso”.
Compró a un cura un proyector Gaumont del año 28, que algún tiempo más tarde pudo cambiar por otro más moderno. Y pudo ser feliz sabiendo que muchos niños de Villa Elisa acudían a ver, a gozar, a reír algo que nunca habían conocido.
Trabajando ocho horas cada domingo y buscando, como de limosna, medios para  seguir adelante en su empeño, consiguió la gratísima meta.
El terreno en el que lo había construido no era del todo suyo. Era de la familia. Y la  familia le hizo deshacer lo hecho, tabla a tabla, ladrillo a ladrillo, ilusión a ilusión. Quería disponer de él.
Nuestras vidas (¡y las de los demás!) están rodeadas o habitadas por situaciones, personas, vacíos, ilusiones, sueños, proyectos… que podrían ser nonadas, fruslerías, tonterías… pero también deseo de embellecer el mundo, enriquecer el propio espíritu y el de los demás, mejorar la situación de personas o familias, abrir el horizonte, propio y de los nuestros o de los que no son nuestros… Y la vagancia, la cobardía, el temor a una crítica, la desconfianza en nosotros mismos y en los demás paralizan nuestros pies, atan nuestras manos, aguan nuestra fantasía y dejan que nuestro espíritu siga amenazado de raquitismo.
Vivimos en un mundo en el que (¡menos mal!) nos asombra la infinidad de obras grandes, construcciones maravillosas, acciones nobles con sus consecuencias, servicios generosos, regalos mágicos, historias sublimes… ¿Pensamos que fuente de todo ello ha sido un corazón grande, generoso, osado, decidido, abierto, lleno de amor? Tuve ocasión de escuchar el consejo que un padre le daba a su hijo. “¡Tú a lo tuyo! ‘Lo de los demás no te importa!”.
¿Cómo sería el mundo si todos los que nos han dejado esta herencia sublime hubiesen recibido, hecho norma y seguido ese consejo? 

viernes, 3 de agosto de 2018

Educamos o no educamos?


Cuando hablamos de desempleo, estudio, trabajo, abandono de estudios, sueldos… lo hacemos a veces (o muchas veces) con un cierto aire de compasión, cuando no de protesta o de abierta acusación. Acusamos al “sistema”, a los responsables políticos, a los mandamases de las empresas, a los educadores e instituciones consagradas al estudio… Es posible que no tengamos presente, por ejemplo esta triste nota suficientemente aireada: “687.430 alumnos de 18 a 25 años han dejado de estudiar al terminar la ESO y, por consiguiente, no tienen ni el Bachillerato ni una Formación Profesional de Grado Medio”.
Los que estudian esta situación atribuyen el abandono a la tentación de contratos inmediatos, aparentemente fáciles y parciales; a la postura insuperable del desdeño por el estudio heredada con frecuencia en la familia, al bajo nivel de estima de los padres, amigos y compañeros hacia la tarea intelectual y el mundo del pensamiento, a la rigidez del sistema escolar, a lo poco atractivo o lo mucho inaguantable que resulta la disciplina escolar. 
Me aventuro a creer que en el punto de partida, en el fondo, en las causas de ese problema está la “falta de educación”. ¿Por parte de quién? Mayoritariamente de los padres. La educación debe llevar, como una de las convicciones más enérgicas, el sentido de exigencia. La vida es exigente. Cuando una planta no recibe humedad se seca. Cuando un animal no se impone luchar y matar para poder comer, languidece y muere. Solo una actitud de exigencia mueve a obtener las condiciones necesarias para lograr una existencia sana, fuerte y digna.
Si esto sucede en el mundo de la vida de plantas y animales, se aplica con mayor dureza (y, evidentemente, con otro estilo) en la humana. Fue siempre así y seguirá siendo de un modo creciente así.
No me gusta”, “Me cuesta mucho”, “Es muy difícil”, “¿Para qué me sirve?”, “Esto no hay quien lo trague”… vienen a ser con frecuencia argumentos suficientes para que sucumban padres que no educan e hijos que no se dejan educar o no reciben la educación que necesitan.

domingo, 29 de julio de 2018

El pasado... para qué me vale?


Don Claudio Sánchez Albornoz hizo su entrada en la Real Academia de la Historia el 28 de febrero de 1926 con un discurso que tituló Estampas de la vida en León durante el siglo X. Ahora sigue estando a nuestro alcance con el título Una ciudad de la España cristiana hace mil años. Lo leí con el placer especial de sumergirme en el pasado.
“Circulan por León –se empieza a leer en la página 50- monedas del pueblo hispano-musulmán, con que comercia el reino y a la par las viejas piezas galicanas o romanas que alza el arado de la tierra a cada paso. Mas no bastan los dirhemes de Córdoba, los sueldos de Galicia ni los viejos denarios, y aunque con frecuencia se acude al trueque directo de objetos por objetos, como no es éste siempre suficiente y los reyes leoneses no acuñan numerario, fuerza es admitir en los pagos todo trozo de plata y pesar la moneda, para igualar de algún modo los diversos instrumentos de cambio”.
Nos hace saber, por ejemplo, que un asno se vendía por cuatro sueldos, una yegua vieja por quince, un galnape (o cobertor) por cuatro, un modio de trigo por uno, una saya carmesí por treinta…  
Naturalmente lo que me cautivó no fue la cotización de la vida el año 1.000 en León, sino la vida misma en León en el año 1.000, mostrada a través de un instrumento tan vívido como son las costumbres y usos de aquello que ha pasado.
Me hace esto pensar que hoy el interés y el valor de ese pasado no ocupan lugar en nuestra mente, en nuestros sentimientos, entre los “instrumentos” de nuestra labor de formadores del futuro. Se me ocurre que del pasado, en general y casi solo, tomamos ciertos hechos que nos animan a criticarlos. Y, sin embargo, en nuestra curiosidad por acercarnos a tantas cosas, el mundo grandioso del pasado (grandioso por sus errores, por sus esfuerzos, por sus carencias, por sus victorias, por su crueldad algunas veces, por su ternura otras muchas) no nos sirve de apoyo para afinar la sensibilidad de los que van a construir el futuro pero que, al mismo tiempo, son inevitablemente producto del pasado.

martes, 24 de julio de 2018

Fortitudo Mea In Rota (Mi fortaleza está en la rueda).


La Insigne Colegiata Abadía Mitrada de San Andrés Apóstol es la catedral de Carrara. No es muy grande. Pero es bellísima. Se empezó a construir en el siglo XII y creció durante otros dos y ofrece a los que la visitan un intenso recorrido de fe, arte, historia y de adhesión a la propia identidad ciudadana.
Pero el nombre de Carrara suena más cuando se la relaciona con su bellísimo mármol. Parece que en la Edad del Bronce, además de utensilios de esa aleación, se hicieron de este mármol útiles domésticos y figuras votivas en algunos enterramientos.
Desde los años 40 anteriores a nuestra era, los romanos se encargaron de convertir la noble piedra de Massa en regalo para el arte y para la historia. Llamaron marmor lunensis a esta piedra de los “Alpes Apuanos”, por su coloración blanca sin vetas con una cierta tendencia a un leve azul, como el de la Luna. O tal vez porque la embarcaban en el cercano puerto de Luni. El Panteón y la Columna de Trajano, por ejemplo, deben a estas canteras, según los entendidos, parte de su brillante alcurnia.
Y en el arte y la construcción para el recuerdo, la fe y la nobleza espiritual de sus admiradores se volcaron los hombres del Renacimiento, como por ejemplo los hermanos Pisano. Y, con su obra inimaginable, Miguel Ángel Buonarroti. Este genio, con 24 años, recién llegado a Roma firmó (“Bonarotus” ¿buena rueda?) en agosto de 1498 con el Cardenal Bilhères, embajador del rey de Francia, una imagen de la Virgen con Jesús muerto en sus brazos, para la capilla de santa Petronila, que era la necrópolis de los franceses insignes que morían en Roma. 
Miguel Ángel dedicó casi un año en elegir y transportar el bloque que le habría de servir para convertirlo en piadosa maravilla.    
Pero en esta ocasión vaya el acento al lema de los “Carrarenses”. Carrara viene de carro. Y muchos “carreros” volcaron en el transporte de este oro blanco, días y sudores, parte de su vida. De ahí el precioso lema que se repite con las cuatro palabras que abren estas líneas: Mi fortaleza está en la rueda. Y hay muchas ruedas, grandes, medianas y pequeñas en la ornamentación de Carrara. La rueda, los sudores y el trabajo han dado fortaleza y grandeza a los hombres de estas tierras.              
Sus vidas y su ejemplo deben servir a quien sueña con ser alguien grande que solo el sudor, el trabajo, la constancia, el tesón,  el esfuerzo y la “rueda” lo hacen posible.