En nuestro
difícil oficio de educar resulta también muy difícil enseñar a escuchar el
débil y acaso acobardado comentario de quien más sabe, porque ha vivido más y,
tal vez, porque más ha sufrido.
La actitud de un
adolescente, y hasta de un joven, suele ser la de arrinconar al viejo. En el
rincón descansa. En el rincón se calla. Desde el rincón no trata de seguir
siendo maestro y protagonista. Se le ha pasado la vez. Lo mejor en el viejo es
el silencio... Por fin se ha quedado dormido.
Y, sin embargo,
es fácil constatar que cuando un joven crece en la estima hacia su viejo, más
podemos apreciar en el joven su madurez. Que no consiste solo en respetar, solo
en apreciar, solo en acoger, sino también en descubrir que el viejo es un pozo
profundo, y a veces desconocido, de experiencia, de sufrimiento, de aguante, de
renuncias, de entrega, de cariño…
Estas reflexiones me animan a transcribir el canto de un anciano que
advierte con gozo la presencia en su vida de los que le quieren.
Benditos los que me miran con simpatía
Benditos los que comprenden mis pasos
titubeantes
Benditos los que alzan la voz para disimular mi
sordera
Benditos los que toman con calor en sus manos
las mías temblorosas
Benditos los que se interesan por mi lejana
juventud
Benditos los que no se cansan de escuchar mis
historias tantas veces repetidas
Benditos los que comprenden mi necesidad de
afecto
Benditos los que me regalan preciosos retazos de
su tiempo
Benditos los que se acuerdan de mi soledad
Benditos los que me acarician cuando sufro
Benditos los que alegran los últimos días de mi
vida
Benditos los que me acompañan en el momento de
mi salida
Cuando entre en la Vida sin fin los acariciaré
en mi corazón junto al Señor Jesús
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