jueves, 1 de noviembre de 2018

Reusar: el arte de hacer hombres.


No siempre es falta de ortografía escribir reusar. Porque aunque su prima, la palabra rehusar, lleva sombrero un tanto despectivo en forma de hache, esta, de la que hoy leemos, no lo necesita. Del aceite de oliva usado para freír patatas, por ejemplo… de los desechos de remolacha, de los de la caña de azúcar y de otros muchos restos de alimentos se obtendrá, dentro de poco, dicen los entendidos, alimento de bacterias que lo transformarán en materia prima reusable para elaborar plástico biológico biodegradable.  
Son los polihidroxialcanoatos (¡larga palabra!) que pueden convertirse en dióxido de carbono y agua o en metano, según como se les trate, que no pervierten el mundo en que respiramos, gozamos y vivimos.
Nos toca de cerca comprender cómo en el duro trabajo de formar y educar, que nos atormenta a veces, no acertamos porque no alimentamos bien. Creemos que el punto de partida pueden ser (¡o deben ser!) los derivados del petróleo que engendra fuerza y energía y nos cuesta aprender la lección magistral de Don Bosco que supo educar y supo formar educadores, con una fórmula muy sencilla, muy humana, muy eficaz: “La educación es cosa del corazón".
Y del corazón hay que partir. Si no amamos tendremos, como producto de nuestro empeño en educar, buenos gestores, buenos directivos, buenos pilotos. Pero ni la gestión, ni la capacidad de dirigir, ni la de acertar con el camino de la vida hace hombres. El hombre es y debe ser, por encima de todo, amor: producto del amor, maestro de amor, fuente de amor, de un amor creciente e incontaminado.
Amar, amar así, amar de verdad es comprometido, es exigente. Pero es el único camino para lograr el producto que deseamos. Y no ese hombre que, como el repelente plástico nacido del petróleo, lo invade todo, lo afea todo, mata todo.

sábado, 27 de octubre de 2018

La Pietà: belleza entre el cielo y la tierra.


En el verano de 1498 firmó Miguel Ángel Buonarroti con el cardenal del título de San Dionisio, Jean Bilhères de Lagraulas, benedictino y embajador del rey Carlos VIII de Francia ante la Santa Sede, un contrato cuyo precioso fruto ha llegado hasta nosotros: la admirable imagen de la Pietà del Vaticano. El joven artista tenía poco más de veintidós años y acababa de llegar a Roma. 1500 iba a ser Año Santo y el cardenal deseaba que la imagen estuviese ya con esa ocasión en su destino, la capilla de Santa Petronila, necrópolis de las personalidades francesas fallecidas en Roma, cercana a la primera Basílica de San Pedro, la construida por Constantino.
El pago seria de 450 ducados de oro y el tiempo de entrega, un año. 
Miguel Ángel empezó su obra viajando a Massa Carrara para escoger en persona el bloque de mármol blanco que convirtió en una preciosa obra de piedad y de arte. Él mismo escogió la mole y la acompañó en su traslado a Roma.
Hoy se admira y se venera en la primera capilla a la derecha de la entrada donde fue trasladada casi 250 años más tarde (1749) en la actual Basílica de San Pedro.
Giovanni Papini, aquel enérgico –casi violento- converso, defensor de la Verdad y admirador de la Belleza, escribía de este precioso regalo para la fe y la devoción: "... es el cadáver de un Dios asesinado y el dolor de una madre, cuya belleza es la hermosura casta de una mujer joven, pero tan pura que parece el reflejo de un mundo que no es aún el Cielo, pero que ya no es la Tierra".
La contemplación del arte nos conduce casi siempre a admirar la capacidad que tiene el hombre de pasar a una tela o a un bloque de piedra los rasgos de la belleza y la grandeza que admira en su derredor.   
Pero para un creyente es mucho más. Por encima del dominio que el hombre tenga de copiar la belleza con la que nos gozamos en el arte, está la grandeza de Dios, que nos ama infinitamente y nos deja admirar los rasgos visibles de su presencia amorosa invisible en la vida de nuestros hermanos los hombres: los santos, los asesinados por odio, incomprensión, rechazo y envidia; los pobres incapaces de salir de su condición; los huérfanos de padres y madres; los padres y madres huérfanos de hijos.  

lunes, 22 de octubre de 2018

El Otro: la meta de nuestro ser.


Emmanuel Levinas está cerca de nosotros, ya que nos dejó hace poco más de veinte años. Y porque fue un pensador profundo, original, rompedor, lo traigo de nuevo aquí por lo que tiene de orientador de nuestro pensamiento de formadores de hombres, tal vez desconcertado.
Judío lituano pagó esta condición en un campo de concentración como prisionero francés, habiendo perdido a casi toda su familia por esa misma desoladora sinrazón.
Lévinas aseguraba que su patria, Lituania, “es el país en el que el judaísmo crítico conoció el desenvolvimiento espiritual más elevado de Europa”.
En este modesto rincón de pensamiento basta subrayar algo que tiene peso y valor en nuestra estimulante tarea de reflexionar y educar.
Nos viene a sugerir que la ontología de su maestro Heidegger conduce a una postura en la que cuenta, sobre todo, el poder y conduce, sin remedio, hacia el ateísmo y el egoísmo.
La sociedad actual en este mundo existente en el que respiramos tantas decisiones descabelladas y tantos razonamientos de producción personal produce hombres con una impersonalidad árida, neutra y sinuosa.    
¿Qué nos toca hacer para evitarlo? Porque podemos colaborar en el esfuerzo por lograrlo. La fórmula que nos propone para cerrar esa puerta abierta hacia la nada es ser y enseñar a ser-para-el-otro.
Los que creemos en Cristo como Maestro, los que vivimos adheridos a él como parte de su Vida, constatamos, también con Lévinas, que el único camino para salvar todo es vivir des-interesadamente.
Es, nos dice Cristo, la única forma de hacer realidad el proyecto del Creador: ser para el otro, vivir para el otro, dar la vida por el otro.
Los hombres grandes que han vivido, casi siempre sometidos a persecución y a incomprensión han creído y vivido así.
Cuando, al educar, nos acercamos al tesoro que se nos confía, los jóvenes, debemos vivir con entusiasmo y hace vivir esa convicción: ¡Se puede!

miércoles, 17 de octubre de 2018

Fanjingshan: vasta y espléndida montaña.


China es, recordémoslo, uno de los países más extensos del mundo. Cerca de la ciudad de Tongren, en la  provincia sur-occidental de Guizhou, hay un monte muy especial, hasta el punto de que la Unesco lo ha incluido en su Lista del Patrimonio Unesco.
Es el Monte Fanjingshan que se encuentra en la cadena montuosa Wuling con un área que va más allá de los 400 kilómetros cuadrados. ¿Y qué tiene de especial Fanjingshan para que se le distinga de este modo? Pienso que entre otras razones poderosas, aunque seguramente no la de mayor fuerza, está la suntuosidad de su estructura. Pero, sin duda, el hecho de que la biodiversidad de su naturaleza sea de una riqueza casi impensable la hace merecer esa distinción. En su seno crecen cerca de 4.395 especies de plantas diversas. En esto de contar los chinos son muy expertos. Y 2.767 especies de animales, con la particularidad de que algunas de ellas solo existen allí.
Cuidar de ese admirable, extenso y variado mundo es un deber que nos incumbe  a todos, aunque nunca vayamos a aquellas excepcionales tierras. Pero el hecho debe animar en nosotros un sentimiento semejante hacia nuestro aparentemente pequeño y  pobre mundo en que vivimos. 
¿Pequeño y pobre? ¡De ningún modo! ¡En absoluto! El mundo en que vivimos es igual que el de Fanjingshan: vasto y espléndido. Pero depende de nosotros que siga siendo así. Si nuestra mente es corta, nos parecerá vivir encerrados en una odiosa covacha sobre la que solo cabe protestar y quejarse. Si nuestro corazón es estrecho viviremos siempre amargando un mundo que es amargo por nuestra propia miseria moral.
Los hombres que han hecho grande a su familia, a su sociedad y a su patria han sido los que supieron encender la llama del entusiasmo de los demás con el propio entusiasmo de hacer de lo aparentemente débil un enérgico instrumento de servicio y de entrega.

viernes, 12 de octubre de 2018

No dejar morir...


Vincenzo tiene 80 años. Es calabrés, pero reside y trabaja en Roma desde hace ya casi 60. Tiene su pequeño taller de zapatero, como “los de siempre”, en un barrio histórico, el de San Lorenzo, que en tiempos pasado fue lugar de la vivienda de obreros, ferroviarios y artesanos y ahora es meta de visitas históricas (¡San Lorenzo!), piadosas (¡el cementerio del Agro Verano!) y residencia de estudiantes de la cercana Universidad de la Sapienza.  
De él dicen que es un poco gruñón, pero un gran profesional, enamorado de su trabajo que va a dejar. Hace todavía “con los ojos cerrados” el par de zapatos que le encargan y deja como nuevos los que le llevan para “ajustarlos”.
Él define su oficio como “una ciencia”. Y tiene toda la razón de quien ofrece ese soporte que usamos kilómetro a kilómetro en la vida sin pensar demasiado en él, porque llega a convertirse en parte de nuestros propios pies.
Después de este verano Vincenzo echará el cierre a su noble santuario de trabajo si no encuentra un alumno que siga sus pasos. 
Vivir enamorados del propio trabajo no es un regalo que nos hayan hecho. Es una actitud inteligente, que debemos dejar también en patrimonio a todos los que nos conocen o reciben algo de nosotros. De nosotros no heredarán el “oficio”, pero deben heredar siempre el “beneficio”. No serán, como soy yo, profesor, abogado, proyectista, torero… Pero el “beneficio”, el “honrado quehacer”, el “enamoramiento por nuestro trabajo y nuestro servicio”, sentirse “felices” por poder hacerlo, por hacerlo bien, por ‘beneficiar’ al mundo que me acoge, debe ser una transfusión de vida y entusiasmo que dejo como la herencia más noble, eficaz y feliz.

domingo, 7 de octubre de 2018

Nada en demasía (Μηδέν άγαν).


Pausanias, viajero griego del siglo II, geógrafo e historiador, nos dejó entre sus escritos, como sabes, diez libros en los que nos describe el mundo griego que él visitó. En el capítulo 24 del último, dedicado a la Fócida, nos dice que en la pronao del templo de Apolo, en Delfos, figuraban frases que los sabios ofrecían a los hombres para norma de su vida. He aquí dos: “Conócete a ti mismo” (Γνῶθι σαυτόν) y “Nada en demasía” (Μηδέν άγαν), que los romanos tradujeron Ne quid nimis, conocidas por muchos y vividas por pocos.
La observación de la conducta de los hombres, después de veinte siglos, teniendo presentes aquellos sabios consejos, de los que hoy me preocupa el segundo, despierta en mí estas dudas: ¿Me gustan los “demasiados”, los “absolutos”, los “irrepetibles”, “los “pluscuamperfectos”...? Y, sin embargo, tendemos a creer que existen, que hay quien vive sin error, quien alcanza el zenit de la perfección, quien nunca nos ha decepcionado…
El camino de la demasía se recorre de muchos modos. Por eso en nuestra obra educativa debemos atender a que la mesura (que no es la mediocridad sino la medida correcta) sea la meta de nuestra búsqueda.
A partir de la adolescencia (y a veces bien avanzada la juventud) nuestros hijos y formandos tienden a compararse y a distinguirse. Se cubren con un manto que no es el suyo, se dan cuenta de que se les evita y no aciertan a saber por qué. Ser petulantes queriéndose hacerse valer es fácil en esas etapas inmaduras de la vida.    
Hay quien se esfuerza en quedar bien. Casi siempre mete la pata. Porque en la vida no debemos ir adelante (en todas las esferas de la dignidad, del bienestar y del mando) buscando sobresalir.
¿Cuál es la fórmula? Estoy seguro de que todos los que leen estas simplezas la conocen: Cumplir enteramente con el deber, asimilar todo cuando pueda forjar un carácter flexible y exigente; mirar el futuro con confianza; servir, servir y servir. Es decir: tener presente al otro, a los otros; y aportar con nobleza, prudencia, constancia y generosidad lo bueno que se tiene.

martes, 2 de octubre de 2018

Las Ocas del Segrino.


El grande y precioso lago de Como no es el único lago del Comasco, como llaman los italianos a esta privilegiada zona del Norte de Italia en el que están Como y su espléndido lago. Hay otros lagos, no menos dignos y atrayentes, aunque más pequeños y menos invadidos por el turismo, como es el lago  Segrino. Tan atractivo que todos los días recibe a un fiel grupo de patos, les ofrece alimento, les brinda un baño y los acoge con agrado. Hasta las siete de la tarde. No los echa. Se van ellos. Y vuelven puntualmente a casa respetando siempre el paso peatonal y pasando en grupo para no alterar el tráfico rodado del final del día.      
“Las ocas se ponen siempre en fila india y una de ellas se para en el centro de la carretera para controlar que todo el grupo pueda pasarla con seguridad. Es increíble. Podemos poner a punto el reloj a su paso. Se han convertido en nuestras mascotas”, relata un testigo.
Los animales aprenden del hombre algunas rutinas. Y el hombre aprende de algunos animales algunas virtudes. No vale lo dicho para que imitemos a los patos del Segrino. Pero sí para volver sobre nuestros pasos y constatar que caminamos siempre con prudencia y sabiduría, con respeto a las normas y a las personas, sobre todo a las más débiles. Porque es más frecuente de lo que advertimos, que pisamos terrenos que nos son nuestros con nuestras críticas y lecciones cívicas y morales.

jueves, 27 de septiembre de 2018

Rimas: Lo que queda en la historia...


Gustavo Adolfo Bécquer nos ha dejado una obra a la que se recurre con frecuencia deseando sentir como sentía aquel sensible autor. El respeto a su memoria no ahorra comentar que su breve vida (¡34 años!) no fue precisamente una vida feliz, porque sin duda estuvo poblada de ensueños, pero también de fracasos. 
Nació en Sevilla y buscó en Madrid, donde murió en 1870, hacerse un hueco entre los grandes de las Letras que, afortunadamente para nosotros, eran muchos. Y, sin duda, lo logró. Desde Madrid acudía de vez en cuando a Toledo, donde vivía y trabajaba como pintor su hermano Valeriano.
La prensa actual da cuenta de que en la portada de la iglesia del convento de San Clemente de Toledo se ha descubierto una firma de Bécquer hecha con grafito. El Centro de Restauración de Castilla La Mancha la ha descubierto recientemente  durante su intervención de limpieza y conservación.
Que yo no me lo crea no viene al caso: ¿cómo logró firmar tan alto, en el friso que corona la portada, si no fue en la noche, subiéndose al andamio que tal vez quedaba allí durante algunas obras en marcha?; ¿cómo un alma tan fina, por mucho que estuviese necesitada de atención y recuerdo, iba a caer en esa liviandad? 
Pero como de este comentario lo único que interesa es llegar a alguna reflexión que nos siga animando en la preciosa labor de educar, se me ocurre esta leve consideración.   
Todo lo que hacemos, decimos, dejamos de hacer o callamos, pensamos y sentimos… deja huella en la historia. Puede ser que, sin darnos cuenta, una mirada haya despertado en alguien confianza en sí mismo. O que una observación hiriese el amor propio del que la recibía. O que desde que nos portamos así, aquel amigo no haya vuelto a dirigirnos la palabra. O que el comentario en una reunión institucional haya provocado una enorme cruz y una interminable raya y abandonarla para siempre…
“Reflexionar” es flexionar una y otra vez. El caballo que da una coz la ha dado: y volverá a hacerlo si se le impacienta otra vez. La rata que se ha comido un queso volverá a comerse otro si se le pone al alcance.
La huella que deja un ser inteligente es un surco que se abre según sea la huella, para el aprecio, el agradecimiento, el hastío, el asco, el rechazo, la escabullida… Y este proceso nos debe hacer reflexionar, volver al antes para no tropezar en lo mismo. 

sábado, 22 de septiembre de 2018

Cocodrilos: una lección de educación.


Crocódeilos era para los griegos (pero escrito en griego, que es más divertido) nuestra lagartija, el gusano sobre la piedra. Y el nombre se aplicó más tarde a todas las lagartijas, fuese cual fuese su tamaño, por ejemplo al cocodrilo.
Supongo que has leído hace unos días o has tenido ocasión de contemplar el lamentable espectáculo de un domador de cocodrilos en un parque zoológico (Phokkathara en Chiang Rai, al norte de Tailandia) que pretendía meter el brazo en la boca abierta de un animal domesticado de esta especie, pero que pudo salvarlo al reaccionar rápidamente ante el gesto egoísta del animal-cocodrilo que quería  comérselo.
Viendo el desarrollo del percance se me ocurría aplicarlo a nuestro ejercicio de educadores.
“¡Qué lástima!”, “¿Pero cómo le ha pasado?”, “¡No tiene arreglo!”, “¡No hay vuelta  atrás!”… Son algunas de las blandas e inútiles expresiones de desencanto o tristeza cuando conocemos la meta de los pasos (o el efecto de la acción o la identificación con uno u otro movimiento atractivo en sus propuestas y desolador en sus resultados) de algunos de los muchachos a los que hemos pretendido formar.       
No es presuntuoso creer que formamos. Formar no es crear. Formar es dar un perfil adecuado, firme, tal vez hermoso, a esa preciosa materia prima que llega a nuestra vida (¡a nuestro corazón!) y de la que soñamos (como el escultor ante un bloque de mármol) que se convierta en vida volando sobre la miseria que tal vez le rodea.
Nos llena de pasmo ver un retrato firmado, por ejemplo, por Rembrandt, pero no nos paramos a considerar que es un conjunto de tanteos, bosquejos, pinceladas, matices… latidos del corazón del artista hasta conseguir la obra que admiramos.   
A Luca Giordano le llamaban Luca fa presto por lo rápido de su obra. Pero pintaba bien. No podemos imitarlo. Educar bien es entregarse pacientemente a colaborar. Es el joven el que se educa, se forma a sí mismo. Pero nuestra cercanía es casi siempre de alta utilidad, si no imprescindible. Y esta convicción nos debe llevar a nunca desertar.    

lunes, 17 de septiembre de 2018

Pingüinos Reales en peligro de extinción.


La foto es de 1982. Está hecha sobre una pequeña isla, Ile des cochons, (de fácil traducción) del Océano Índico, camino del Polo Sur, bajando casi en línea recta desde Madagascar.
No lo vas a creer, pero los estudiosos afirman que, en los treinta y cinco años transcurridos hasta ahora, el número de pingüinos reales que la habitan ha descendido de casi dos millones a sesenta mil. Los que usan porcentajes dicen que la disminución ha sido del ochenta y ocho por ciento. Y lo peor es que parece que es inútil pensar en hacer algo. Porque no saben qué ha pasado, por qué ha pasado y, casi naturalmente, qué hacer.   
No es un fenómeno único. En muchas dimensiones de la población, de las costumbres, de las necesidades, de las actitudes, de las prácticas y… de la educación sucede algo parecido. Es corriente escuchar: ¿“Por qué ahora…?”, ¿“A qué se debe…?”, “¿Qué ha pasado que ahora sucede…?”.
No advertimos, pienso, en la hondura que produce en las costumbres (llamémoslo así) contemporizar, dejar pasar, no dramatizar, “¡no es para tanto!”, “¡eso se arregla solo!”… Y hemos aprendido a tragar.
Lo que condenamos ayer no nos parece tan malo hoy y aceptamos que tal vez sea bueno mañana. Cuesta ir contracorriente. No queremos pasar por intransigentes, no aceptamos ser “los únicos” que dicen ¡No! a lo que la mayoría está diciendo que… “Bueno” y algunos “Muy bien”.
La “costumbre” no es un fenómeno de crecimiento ni de mejora de la calidad. Es la cesión a la comodidad, a la inercia, a la identificación singular, a la natural dejadez… Cuando no a la cobardía, al instintivo dejarse llevar, a la insidia, al socavamiento de un edificio bien levantado. El criterio se tambalea, la voluntad desfallece.     
No dejarnos dominar por la somnolencia o la insensatez o despertar a tiempo debe hacernos prestar una atención optimista y creciente a la sublime misión que tenemos de consolidar personas cabales.