Vincenzo tiene 80 años. Es calabrés, pero
reside y trabaja en Roma desde hace ya casi 60. Tiene su pequeño taller de
zapatero, como “los de siempre”, en un barrio histórico, el de San Lorenzo, que
en tiempos pasado fue lugar de la vivienda de obreros, ferroviarios y artesanos
y ahora es meta de visitas históricas (¡San Lorenzo!), piadosas (¡el cementerio
del Agro Verano!) y residencia de estudiantes de la cercana Universidad de la Sapienza.
De
él dicen que es un poco gruñón, pero un gran profesional, enamorado de su
trabajo que va a dejar. Hace todavía “con los ojos cerrados” el par de zapatos
que le encargan y deja como nuevos los que le llevan para “ajustarlos”.
Él
define su oficio como “una ciencia”. Y tiene toda la razón de quien ofrece ese
soporte que usamos kilómetro a kilómetro en la vida sin pensar demasiado en él,
porque llega a convertirse en parte de nuestros propios pies.
Después
de este verano Vincenzo echará el cierre a su noble santuario de trabajo si no
encuentra un alumno que siga sus pasos.
Vivir
enamorados del propio trabajo no es un regalo que nos hayan hecho. Es una
actitud inteligente, que debemos dejar también en patrimonio a todos los que
nos conocen o reciben algo de nosotros. De nosotros no heredarán el “oficio”,
pero deben heredar siempre el “beneficio”. No serán, como soy yo, profesor,
abogado, proyectista, torero… Pero el “beneficio”, el “honrado quehacer”, el
“enamoramiento por nuestro trabajo y nuestro servicio”, sentirse “felices” por
poder hacerlo, por hacerlo bien, por ‘beneficiar’ al mundo que me acoge, debe
ser una transfusión de vida y entusiasmo que dejo como la herencia más noble,
eficaz y feliz.
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