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viernes, 12 de octubre de 2018

No dejar morir...


Vincenzo tiene 80 años. Es calabrés, pero reside y trabaja en Roma desde hace ya casi 60. Tiene su pequeño taller de zapatero, como “los de siempre”, en un barrio histórico, el de San Lorenzo, que en tiempos pasado fue lugar de la vivienda de obreros, ferroviarios y artesanos y ahora es meta de visitas históricas (¡San Lorenzo!), piadosas (¡el cementerio del Agro Verano!) y residencia de estudiantes de la cercana Universidad de la Sapienza.  
De él dicen que es un poco gruñón, pero un gran profesional, enamorado de su trabajo que va a dejar. Hace todavía “con los ojos cerrados” el par de zapatos que le encargan y deja como nuevos los que le llevan para “ajustarlos”.
Él define su oficio como “una ciencia”. Y tiene toda la razón de quien ofrece ese soporte que usamos kilómetro a kilómetro en la vida sin pensar demasiado en él, porque llega a convertirse en parte de nuestros propios pies.
Después de este verano Vincenzo echará el cierre a su noble santuario de trabajo si no encuentra un alumno que siga sus pasos. 
Vivir enamorados del propio trabajo no es un regalo que nos hayan hecho. Es una actitud inteligente, que debemos dejar también en patrimonio a todos los que nos conocen o reciben algo de nosotros. De nosotros no heredarán el “oficio”, pero deben heredar siempre el “beneficio”. No serán, como soy yo, profesor, abogado, proyectista, torero… Pero el “beneficio”, el “honrado quehacer”, el “enamoramiento por nuestro trabajo y nuestro servicio”, sentirse “felices” por poder hacerlo, por hacerlo bien, por ‘beneficiar’ al mundo que me acoge, debe ser una transfusión de vida y entusiasmo que dejo como la herencia más noble, eficaz y feliz.

lunes, 25 de junio de 2012

Sembrar amor.


Juan Cervera Sanchís, de Lora del Río, que sueña a Sevilla  con los ojos abiertos en su México acogedor, decía de sí hace poco más de un año, que es 
el último poeta,
que rima flor con amor,
que rima vuelo con cielo,
y cuna con luna rima
y poesía con fantasía.

Me repito a mí mismo muchas veces (y me hace bien hacerlo) otros versos que escribió hace medio siglo:
Ando sembrando
amor
por los caminos.
Por donde paso
o sueño
que he pasado,
o he de pasar,
o acaso nunca pase,
ando sembrando
amor
mientras me muero

Y me hace bien repetírmelos porque es un proyecto (sin vista atrás, breve, resuelto) de muerte por los otros. Y cuesta tanto morir amando a los otros o simplemente amar (si es que amar no supone irremediablemente morir), que necesito al menos saber el camino que debo hacer aun sin hacerlo.
Sembrar amor parece un disparate. Porque lo que nos gusta es cosechar. Pero sembrarlo mientras muero, sin esperar que al menos una brizna de vida brote de mi siembra, parece un suicidio sin herederos. Y sin embargo el poeta necesitaba sembrar mientras caminaba porque morir así era su meta. Y sembrar por caminos reales o soñados, presentes o futuros, pisados o no más que deseados, es una avasalladora profesión de vida.
Y no es que el poeta – pienso – sienta tener que morir porque ama. No es que sepa que si ama se hace alieno, se hace de “otros”. Es que está seguro de que sólo será de verdad si deja de ser porque se ha dado todo en forma de amor.
Cuando se vive en mundo en el que el yo lo quiere todo, es muy difícil aceptar como amigo, como amigo de verdad que compromete nuestra existencia, a Jesús que en todos los caminos de Galilea ensayó esa siembra de amor y en Sión acabó de sembrar porque amó hasta entregarse todo.