lunes, 25 de junio de 2012

Sembrar amor.


Juan Cervera Sanchís, de Lora del Río, que sueña a Sevilla  con los ojos abiertos en su México acogedor, decía de sí hace poco más de un año, que es 
el último poeta,
que rima flor con amor,
que rima vuelo con cielo,
y cuna con luna rima
y poesía con fantasía.

Me repito a mí mismo muchas veces (y me hace bien hacerlo) otros versos que escribió hace medio siglo:
Ando sembrando
amor
por los caminos.
Por donde paso
o sueño
que he pasado,
o he de pasar,
o acaso nunca pase,
ando sembrando
amor
mientras me muero

Y me hace bien repetírmelos porque es un proyecto (sin vista atrás, breve, resuelto) de muerte por los otros. Y cuesta tanto morir amando a los otros o simplemente amar (si es que amar no supone irremediablemente morir), que necesito al menos saber el camino que debo hacer aun sin hacerlo.
Sembrar amor parece un disparate. Porque lo que nos gusta es cosechar. Pero sembrarlo mientras muero, sin esperar que al menos una brizna de vida brote de mi siembra, parece un suicidio sin herederos. Y sin embargo el poeta necesitaba sembrar mientras caminaba porque morir así era su meta. Y sembrar por caminos reales o soñados, presentes o futuros, pisados o no más que deseados, es una avasalladora profesión de vida.
Y no es que el poeta – pienso – sienta tener que morir porque ama. No es que sepa que si ama se hace alieno, se hace de “otros”. Es que está seguro de que sólo será de verdad si deja de ser porque se ha dado todo en forma de amor.
Cuando se vive en mundo en el que el yo lo quiere todo, es muy difícil aceptar como amigo, como amigo de verdad que compromete nuestra existencia, a Jesús que en todos los caminos de Galilea ensayó esa siembra de amor y en Sión acabó de sembrar porque amó hasta entregarse todo.

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