Desde que vino a mis
manos El hombre que fue jueves, de
Gilbert Chesterton, quedé atraído por él. No por Gabriel Syme, el
policía-terrorista, sino por el autor. Por su frescura, su imaginación, su
profundidad en algo que parecería una diversión surrealista. De modo que al
seguir las marejadas del tenso océano de su vida, me emocionaron algunos rasgos
de su rica personalidad. Y me refiero a un hecho, aparentemente ligero, pero
que reflejó, sin duda, la ternura de su corazón de esposo y padre.
Escribió su biógrafo
Joseph Pearce que Frances Blogg, su esposa desde hacía 35 años, estuvo
continuamente junto a su lecho durante la gravedad. Y en el último despertar,
que duró unos segundos, al descubrirla Chesterton sentada a su lado, le dijo: «Hola,
cariño». Y que luego, dándose cuenta de que Dorothy, la hija adoptiva de
ambos, también estaba en el cuarto, añadió: «Hola, querida».
La actitud más constante
en la cercanía de la muerte suele ser, como es natural, el egoísmo volcado
sobre el propio dolor o la sensación de impotencia a pesar de querer superarla.
Descubrir a alguien que acompaña porque ama y decirle con un piropo que se la
quiere es un gesto de ternura, de auténtico amor que denota una práctica
anterior de interés y entrega a los demás que no se improvisa.
La fe cristiana de
este gran hombre estuvo jalonada por la indiferencia infantil y juvenil
heredada de la familia; por la inquietud ante la falta de sentido que descubría
en su vida al faltarle la fe; por la devoción a su esposa, sólida creyente
anglicana en quien encontró las razones y la fuerza para creer; y por la
búsqueda de la seguridad en el catolicismo en el que veía un mapa con el cual
era imposible perder el camino de la vida. Pero junto a la fe descubrió la
esencia del cristianismo que está en el amor y el acto supremo de la vida de un
cristiano en darla por los demás.
Por
eso me emociona que la última atención, el último acto de su vida fuese la
sencilla muestra de cariño a las personas que más quiso en su vida.
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