Crocódeilos
era para los griegos (pero escrito en griego, que es más divertido) nuestra
lagartija, el gusano sobre la piedra. Y el nombre se aplicó más tarde
a todas las lagartijas, fuese cual fuese su tamaño, por ejemplo al cocodrilo.
Supongo que has
leído hace unos días o has tenido ocasión de contemplar el lamentable
espectáculo de un domador de cocodrilos en un parque zoológico (Phokkathara en
Chiang Rai, al norte de Tailandia) que pretendía meter el brazo en la boca
abierta de un animal domesticado de esta especie, pero que pudo salvarlo al
reaccionar rápidamente ante el gesto egoísta del animal-cocodrilo que quería comérselo.
Viendo el desarrollo
del percance se me ocurría aplicarlo a nuestro ejercicio de educadores.
“¡Qué lástima!”, “¿Pero
cómo le ha pasado?”, “¡No tiene arreglo!”, “¡No hay vuelta atrás!”… Son algunas de las blandas e
inútiles expresiones de desencanto o tristeza cuando conocemos la meta de los
pasos (o el efecto de la acción o la identificación con uno u otro movimiento
atractivo en sus propuestas y desolador en sus resultados) de algunos de los
muchachos a los que hemos pretendido formar.
No es presuntuoso creer
que formamos. Formar no es crear. Formar es dar un perfil adecuado, firme, tal
vez hermoso, a esa preciosa materia prima que llega a nuestra vida (¡a nuestro
corazón!) y de la que soñamos (como el escultor ante un bloque de mármol) que
se convierta en vida volando sobre la miseria que tal vez le rodea.
Nos llena de pasmo ver
un retrato firmado, por ejemplo, por Rembrandt, pero no nos paramos a
considerar que es un conjunto de tanteos, bosquejos, pinceladas, matices…
latidos del corazón del artista hasta conseguir la obra que admiramos.
A Luca Giordano le
llamaban Luca fa presto por lo rápido
de su obra. Pero pintaba bien. No podemos imitarlo.
Educar bien es entregarse pacientemente a colaborar. Es el joven el que se educa,
se forma a sí mismo. Pero nuestra cercanía es casi siempre de alta utilidad, si
no imprescindible. Y esta convicción nos debe llevar a nunca desertar.
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