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domingo, 7 de octubre de 2018

Nada en demasía (Μηδέν άγαν).


Pausanias, viajero griego del siglo II, geógrafo e historiador, nos dejó entre sus escritos, como sabes, diez libros en los que nos describe el mundo griego que él visitó. En el capítulo 24 del último, dedicado a la Fócida, nos dice que en la pronao del templo de Apolo, en Delfos, figuraban frases que los sabios ofrecían a los hombres para norma de su vida. He aquí dos: “Conócete a ti mismo” (Γνῶθι σαυτόν) y “Nada en demasía” (Μηδέν άγαν), que los romanos tradujeron Ne quid nimis, conocidas por muchos y vividas por pocos.
La observación de la conducta de los hombres, después de veinte siglos, teniendo presentes aquellos sabios consejos, de los que hoy me preocupa el segundo, despierta en mí estas dudas: ¿Me gustan los “demasiados”, los “absolutos”, los “irrepetibles”, “los “pluscuamperfectos”...? Y, sin embargo, tendemos a creer que existen, que hay quien vive sin error, quien alcanza el zenit de la perfección, quien nunca nos ha decepcionado…
El camino de la demasía se recorre de muchos modos. Por eso en nuestra obra educativa debemos atender a que la mesura (que no es la mediocridad sino la medida correcta) sea la meta de nuestra búsqueda.
A partir de la adolescencia (y a veces bien avanzada la juventud) nuestros hijos y formandos tienden a compararse y a distinguirse. Se cubren con un manto que no es el suyo, se dan cuenta de que se les evita y no aciertan a saber por qué. Ser petulantes queriéndose hacerse valer es fácil en esas etapas inmaduras de la vida.    
Hay quien se esfuerza en quedar bien. Casi siempre mete la pata. Porque en la vida no debemos ir adelante (en todas las esferas de la dignidad, del bienestar y del mando) buscando sobresalir.
¿Cuál es la fórmula? Estoy seguro de que todos los que leen estas simplezas la conocen: Cumplir enteramente con el deber, asimilar todo cuando pueda forjar un carácter flexible y exigente; mirar el futuro con confianza; servir, servir y servir. Es decir: tener presente al otro, a los otros; y aportar con nobleza, prudencia, constancia y generosidad lo bueno que se tiene.

viernes, 14 de noviembre de 2014

Cien por cien.


Cneo Pompeyo Trogo era voconcio. Como suena a insulto debo recordar a quien no lo tenga presente (¡han pasado tantos siglos!) que voconcios eran los naturales de una tribu de la Galia Narvonense. Este Trogo (galo él, pero ciudadano romano) vivió en el siglo I a.C., cuando los romanos estaban asentando sus huestes militares, sus ciudades más o menos civiles, su genio constructor y sus costumbres y calzadas en su Hispania. Y digo su, porque era nuestra, pero la hicieron suya. Y tuvo cierto relieve como historiador en tiempos del primer emperador, Augusto, y casi casi del insigne historiador Tito Livio. En realidad Trogo era más que historiador. Escribió sobre la Naturaleza, sobre animales y plantas. Y lo hizo tan bien que Plinio el Viejo escribió su Naturalis Historia bebiendo en las fuentes de nuestro Trogo.    
La obra principal de Trogo son las Historias Filípicas (¡44 “libros”!) sobre Filipo II de Macedonia y su hijo Alejandro Magno. Y para eso leyó detenidamente a los historiadores griegos Teopompo, Éforo, Timeo, Polibio… en la obra de Timágenes de Alejandría.
¿Y qué pinta aquí Cneo Pompeyo Trogo? Pues supongamos que nos conoció bien a nosotros, los hispanos, y escuchemos lo que escribió de nosotros: "... prefieren la guerra al descanso y si no tienen enemigo exterior lo buscan en casa". Y si añadimos lo que pensaba Lucio Anneo Floro, africano, que vivió un siglo largo más tarde, y que reflejó mucho y bien en su Compendio de la Historia Romana sobre las Guerras Cántabras, tendremos un retrato nuestro de hace veinte siglos: "La nación hispana no supo unirse contra Roma. Defendida por los Pirineos y el mar habría sido inaccesible. Su pueblo fue siempre valioso, pero mal jerarquizado".
Seguramente nos indigna que extraños como Trogo y Floro se metan con nosotros o contra nosotros. Pero, ¡atentos!, porque si lo hacemos, estaremos dándoles la razón.  

¿No advertimos en lo que decían algo muy propio de nuestro ser? ¿Hay remedio? ¿Preocupa a los que educamos acompañar desde pequeños a los que mañana han de poblar, relacionarse y mandar actitudes serenas, maduras y firmes de respeto y atención a los demás, de responsabilidad en la gestión de la propia vida, de grandeza en las relaciones con los demás, de honradez y austeridad en el manejo de la brida de nuestra vida y de las misiones que se nos confían? La vocación de dictadores que naturalmente llevamos dentro no puede ser la herencia que leguemos. Aprendamos, para poder enseñarlo, que el servicio es la única actitud que dignifica al hombre.

jueves, 14 de abril de 2011

¿Adocenarse?


Este honrado y sonriente funcionario de York es Sam Pointon,
Director de Entretenimiento del Museo Nacional del Ferrocarril.

Casi al mismo tiempo han aparecido en los noticieros de los primeros días de abril estas comunicaciones: se tiene el propósito de establecer un bachillerato de excelencia en la comunidad de Madrid; los niños de los Beckham se sienten orillados en la escuela en la que se han inscrito porque “proceden de clase obrera”; Sam Pointon, un niño inglés de seis años, se ofreció para ser director del National Railway Museum de York al conocer hace dos años que se jubilaba el titular, Andrew Scott, y fue nombrado “Director de entretenimiento”, cargo creado para él; y Jacob Barnett (Jake para los amigos) de doce años, trabaja en la universidad de Indiana (EEUU) en una teoría que desafía la del «Big Bang», la “Gran Explosión”, propuesta en 1948 por el ucraniano George Gamow como origen y evolución del universo y que todos creíamos que era la acertada.
Uno de los rasgos más acentuados en esta sociedad que formamos es el de la igualdad. No es nuevo. La envidia nos juega malas tretas a los españoles desde que existimos. Porque ¿de cuándo es el dicho "Al maestro, puñalada" que se decía ya hace siglos? No aguantamos que nadie sepa más que nosotros y ni siquiera que lo sepa antes. Y que nos exija que seamos mejores, como lograban hacer los maestros antes. Segar cabezas que sobresalen es un ejercicio que siempre nos ha dejado sosegados. Porque nos molesta que alguien descuelle: “¡Duro y al cuello!”.   
El primer intento no es ese. Es más instintivo intentar estar a la altura del más alto. “¿Que ese canta? Mejor yo”. Y canta. Pero si no es un insensato y se da cuenta de que ha hecho el ridículo, cede. A no ser que no aguante no poder sobresalir y da el segundo paso: cargarse como sea al que lo hace mejor que él.  
El tercer intento es organizar las cosas socialmente (¿legalmente?) de modo que todos seamos iguales, como los monstruos del mundo feliz de Thomas H. Huxley.
¿No sería lógico y natural que si uno no vale para ser presidente del Consejo de ministros no lo intente? ¿O cardiólogo si no es experto en corazones? ¿O actor de cine si sólo es un fantoche? ¿O rector de una universidad?
Con lo bonito que es que cada uno sea él mismo, que los padres alienten a sus hijos para que den la talla a la que pueden llegar, que los responsables públicos inviertan responsablemente en favorecer la subida por la escala del saber y del servir a los que son capaces de convertirse en auténticos servidores de la humanidad.