Fue
el botánico Philibert Commerson el que dio el nombre de Louis Antoine de
Bougainville a esa planta generosa que crece en lugares templados y que adorna
profusamente los altos de un muro, la entrada a una casa sencilla o el ángulo
protegido de un patio. Fue hacia 1768 y nos vino del Brasil. El nombre
científico, por ser tan botánico, se cambió en algunos lugares con variantes
como bugambilia y buganvilla. Pero más graciosos son otros
nombres menos científicos y técnicos y más caseros como papelillo, Napoleón (¡sí!), veranera,
trinitaria, Santa Rita...
Y es
tan generosa que elige color, de modo que las hay de color blanco, amarillo,
rosado, magenta, púrpura, rojo, anaranjado...
Traigo esta bella imagen de la bugambilia precisamente por su
generosidad, constancia, humildad y alegría… Y por el buen ejemplo que puede
tener para nuestras reservas, suficiencias, cicaterías, reticencias,
condiciones, sigilos, precauciones… en el trato con los demás. ¿Exagero?
¡No!
Cuando el 24 de julio de hace dos años, el
Papa Francisco hablaba a los jóvenes en el Santuario de Nuestra Señora
Aparecida de Brasil, durante las Jornadas
Mundiales de la Juventud, les decía:
«Los jóvenes no necesitan solo cosas, sino que tienen necesidad de que se les
propongan los valores inmateriales que son el corazón espiritual de un pueblo:
espiritualidad, generosidad, solidaridad, perseverancia, fraternidad, alegría.
Son valores que encuentran su raíz más
profunda en la fe cristiana».
Se lo decía en el
segundo templo católico más grande del mundo, desde 1980, con capacidad para
45.000 personas. Y aunque no se refería a la bugambilia, nosotros debemos tomar
de las palabras del Papa y de la grandiosa, incansable, humilde y generosa
belleza de la bugambilia, nacida en Brasil y multiplicada desde allí en todo el
mundo, la decisión de educar no en la pobre búsqueda de las cosas, sino en el
propósito de multiplicar la alegría y la disponibilidad hacia todos los que nos
traten.