miércoles, 24 de junio de 2015

Buganvilla.

Fue el botánico Philibert Commerson el que dio el nombre de Louis Antoine de Bougainville a esa planta generosa que crece en lugares templados y que adorna profusamente los altos de un muro, la entrada a una casa sencilla o el ángulo protegido de un patio. Fue hacia 1768 y nos vino del Brasil. El nombre científico, por ser tan botánico, se cambió en algunos lugares con variantes como bugambilia y buganvilla. Pero más graciosos son otros nombres menos científicos y técnicos y más caseros como papelillo, Napoleón (¡sí!), veranera, trinitaria, Santa Rita...
Y es tan generosa que elige color, de modo que las hay de color blanco, amarillo, rosado, magenta, púrpura, rojo, anaranjado...
Traigo esta bella imagen de la bugambilia precisamente por su generosidad, constancia, humildad y alegría… Y por el buen ejemplo que puede tener para nuestras reservas, suficiencias, cicaterías, reticencias, condiciones, sigilos, precauciones… en el trato con los demás. ¿Exagero? ¡No! 
Cuando el 24 de julio de hace dos años, el Papa Francisco hablaba a los jóvenes en el Santuario de Nuestra Señora Aparecida de Brasil, durante las Jornadas Mundiales de la Juventud, les decía: «Los jóvenes no necesitan solo cosas, sino que tienen necesidad de que se les propongan los valores inmateriales que son el corazón espiritual de un pueblo: espiritualidad, generosidad, solidaridad, perseverancia, fraternidad, alegría. Son  valores que encuentran su raíz más profunda en la fe cristiana».
Se lo decía en el segundo templo católico más grande del mundo, desde 1980, con capacidad para 45.000 personas. Y aunque no se refería a la bugambilia, nosotros debemos tomar de las palabras del Papa y de la grandiosa, incansable, humilde y generosa belleza de la bugambilia, nacida en Brasil y multiplicada desde allí en todo el mundo, la decisión de educar no en la pobre búsqueda de las cosas, sino en el propósito de multiplicar la alegría y la disponibilidad hacia todos los que nos traten. 

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