Rogier de la Pasture, que había nacido en Tournai, Francia, tradujo su nombre
al ir, jovencito, a vivir a Bruselas y allí se llamó Rogier van der Weyden, que
es el nombre que seguramente te es más conocido. Era tan bueno pintando y
conviviendo que le nombraron pintor de
la ciudad cuando tenía 35 años. Es fácil que sepamos identificar sus obras por
su estilo, inconfundible. Trataba de presentar a sus personajes con mimo, admiración, reverencia y compasión. Y
lo lograba. Y añadía, tal vez para ello, una minuciosidad extrema hasta el
punto de que, por ejemplo, daba relieve a las lágrimas y a los grumos de
sangre, a los bordados, a los pequeños detalles en vestidos y particulares de
la fisonomía. Como una exposición extraordinaria de su obra va a estar en el
Museo del Prado hasta el 28 de junio es una buena ocasión para admirarla.
Peregrinó a Roma en 1450, Año Santo ofrecido a los cristianos por el papa
Nicolás V.
Poco después de su regreso
y hasta su muerte en 1464 asumió, junto a otros ciudadanos ilustres, la
administración del hospital Begijnhof
van der Wijnaard para la atención de los pobres. Para su tumba en la
capilla de Santa Catalina de la catedral de San Miguel y Santa Gúdula, Dominico
Lampsone, filólogo y pintor, escribió un epigrama del que son estas palabras:
«sus obras admirables en tiempos más atrasados que el nuestro… el recuerdo de
tus últimas voluntades; esas riquezas amasadas por tu pincel dedicadas al
consuelo de los necesitados».
En España tenemos el Tríptico de Miraflores, el Descendimiento del Prado
y el Calvario del Escorial,
tabla de 343 x 193 cm., comprado
por Felipe II a la cartuja de Scheut, y del que se dice en el inventario
de las obras entregadas al Monasterio en 1574: «Una tabla grande en que está
pintado Christo nuestro Señor en la Cruz, con Nuestra Señora y Sant Juan, de
mano de masse Rugier».
Gran maestro Rogier
van der Weyden: en pintura, hasta el más mínimo y devoto detalle; en fe, hasta peregrinar para gozar
de los beneficios espirituales del Año Santo
de 1450; y en su entrega al servicio de los pobres hasta su prematura
muerte en el hospital Begijnhof van
der Wijnaard con sus «riquezas amasadas por su pincel dedicadas al
consuelo de los necesitados».
Van
der Weyden vivió y murió como los hombres grandes que viven aprendiendo y
cumpliendo el precepto sabio y admirable del Maestro de maestros: “Dad al César
lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.