El
próximo 7 de marzo recordaremos que hizo un siglo se supo que el noruego Roald
Engelbregt Gravning Amundsen había llegado al Polo Sur. Lo había logrado el 14
de diciembre después de casi tres meses de penoso avance.
No fue
igual para el inglés Robert Falcon Scott, que llegó al mismo punto 35 días más
tarde y que en el regreso pereció con sus cuatro compañeros bajo la avalancha
de una tempestad de frío.
Ambos
habían preparado su expedición cuidadosamente. Pero los analistas de los hechos
señalan diferencias en esos preparativos a los que atribuyen, no sólo el atraso
del segundo, sino también su muerte con la de sus compañeros.
Los
factores que jugaron a favor o en contra fueron, por ejemplo, la preparación
anterior, sobre todo la remota. Ambos fueron marinos, pero se dice de Amundsen
que desde los 14 años ya pensaba en una vida de explorador de los polos. Y se
preparó para ella. La programación de Scott incluía estudios del mundo que iba
encontrando. Amundsen se propuso llegar y nada más. La expedición de Scott
confió para el traslado en caballos mongoles que murieron todos, mientras que
Amundsen lo hizo con perros después de aprender de los esquimales su manejo más
provechoso (tuvo que matar a algunos de ellos al regreso para disponer de comida
para los 11 que sobrevivieron). Parece que la vestimenta no fue suficientemente
adecuada en la expedición inglesa para defenderse de las bajísimas temperaturas
que debieron soportar. Los noruegos fueron colocando depósitos de alimento
antes de emprender la marcha que comprendía ascender a los montes
Transantárticos para llegar a la meseta polar. El alimento en ambos casos tenía
como base un viejísimo invento americano, el pemmican, más rico en grasas en la dieta de Amundsen que comprendía
diariamente también galletas, chocolate y leche en polvo.
Y, sobre
todo, la cohesión del grupo, débil por no decir agria y hasta imposible, en el
de Scott.
La
lectura de lo mucho que se ha escrito sobre estas dos proezas terminadas de
modos tan diferentes, puede servir para hacer serias reflexiones sobre la vida
y sus caminos. He aquí algunas. Pueden no ser muy profundas, pero son bien
intencionadas. La primera es que las cosas serias no se improvisan. No se puede
improvisar ser marido y mujer. Basta contemplar parejas de nuestro alrededor
para concluir que se improvisaron. Ser madre y padre no se improvisa. No basta tener
hijos, sino que se debe saber quererlos y saber transmitirles la grandeza y la
luminosidad de la vida. Y para eso hace falta ser grande y ser luz para
acompañarlos en los complejos y a veces arduos y oscuros caminos del
crecimiento y la maduración. Amar no se improvisa. Se impone un duro ejercicio
de amor para amar de verdad. Pero la mayor parte de los que improvisan el
matrimonio lo hacen así porque nunca han salido de su egocentrismo infantil y
no sólo no lo encauzan, no lo superan, sino que se empecinan en él.