La vida de los
grandes suele estar llena de grandeza. Aunque nos duele que a veces la grandeza
vaya entretejida con algunos jirones de miseria. Esto viene a propósito de dos
grandes. Uno, pintor y arquitecto, Rafael Sanzio de Urbino. Y otro, Pedro
Bembo, eximio latinista y muchas cosas más, que veía en los escritos de Cicerón
la perfección del Latín cultivado por él soberbiamente. Se conocieron y
apreciaron, primero en Urbino y después en Roma, aunque Bembo superaba en 13
años la edad de Rafael.
La siguiente
reflexión se reduce a un dato mínimo en su extensión, triste en su situación y
grande en su contenido. Rafael había hurgado en su juventud en las entrañas de
Roma. Con unos amigos, artistas y amantes de la cultura clásica, buscaban y copiaban
los restos del arte antiguo de la ciudad. Se descolgaron en las ruinas vacías
de la Domus aurea de Nerón, donde
dejaron sus firmas con humo en los muros del palacio nunca terminado. Y de allí
sacaron las pinturas “grutescas” que habrían de multiplicarse en las obras del
Renacimiento.
El que visita el
Panteón de Roma queda tal vez anonado ante una obra tan perfecta y no advierte
que allí, a la izquierda y a ras del suelo está la sepultura de Rafael. Y aun
los que la ven no leen dos breves inscripciones de un especial interés.
La inferior aclara
que el papa Gregorio XVI concedió que Rafael, muerto a los 37 años, fuese
depositado en el arca de una obra antigua.
Sin duda se creyó que era el cofre mejor para quien había sabido hacer moderno
el arte de la lejana capital del Imperio.
La otra inscripción
es el breve, conciso y bello epitafio que le dedicó Pedro Bembo:
ILLE HIC
EST RAPHAEL TIMVIT QUO SOSPITE VINCI RERUM MAGNA PARENS… ET MORIENTE MORI.
Los conocedores del Latín darán una traducción mejor que la mía, pero yo
la adelanto para los que sólo estudiaron griego: Aquí está aquel Rafael a quien la Naturaleza temió mientras vivía y
morir cuando él moría.
Y la reflexión que cierra estas líneas puede
ser la siguiente. A pesar de que Bembo luchó por una lengua a la que llamó vulgar para que fuese común en toda
Italia, a pesar de que Rafael llenó su mundo de en apariencia fácil belleza, no
podemos consentirnos (ni consentir si hay alguien que nos mira y nos escucha)
que la vulgaridad sea su Norte o nuestro Norte. La vulgaridad es hija de la
vagancia, de la indiferencia ante la auténtica belleza, la auténtica conducta,
la auténtica grandeza, la personalidad auténtica. Llenar nuestra vida de
sucedáneos y el mundo en el que respiramos de camelos lleva a la inevitable
decadencia de valores. Y con esa decadencia se provoca la decadencia
irremediable de la Verdad.
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