Por fin Jean d’Alluye descansando boca
arriba
“Herodoto de Halicarnaso presenta aquí el
resultado de su investigación para que el tiempo no borre el recuerdo de las
acciones de los hombres y que las grandes empresas llevadas a cabo por los griegos o por los bárbaros no caigan
en el olvido; explica asimismo la razón que llevó a estos dos pueblos a la
lucha”.
Con
estas solemnes palabras, escritas en 444 aC, abre sus nueve volúmenes sobre la
historia aquel viajero incansable, estudioso sin reposo y “padre de la
historiografía”, como le llamó Cicerón. “La historia es la maestra de la vida”.
O, al menos, podemos decir nosotros, una maestra.
Pasemos
a uno de sus capítulos. Y observemos esa lápida, sobre la que yace devotamente
la imagen de Jean d’Alluye, caballero cruzado en 1241 y fallecido en 1248. ¿Qué
fue de su sepulcro, de sus restos y de su lápida que estuvo en la abadía
benedictina de La Clarté-Dieu, cerca
de Tours (Francia), fundada diez años
antes de su muerte? La Guerra de los Cien
Años, primero, y la Revolución
Francesa después hicieron que muchas de sus joyas desapareciesen o se
dispersasen. Esta que vemos, de fuerte piedra caliza, que mide 212 centímetros
por 87, estuvo boca abajo haciendo de puente sobre un arroyo hasta que los
busca-tesoros del Metropolitan Museum of
Art de Nueva York, donde está ahora, la rescataron del olvido.
Así es la historia. O
así la hacemos nosotros. Y así es la vida. Pregonamos “el progreso” como
nuestra gran victoria sobre el tiempo. Y presumimos de que, al arrinconar o
humillar lo pasado, inauguramos una nueva era Aquarius o Piscis que
licúa todo lo que de sólido construyeron antes de nosotros. ¿Habéis visto el
león que descansa a los pies de don Jean?
¿O es su perro? Valen igual para
decirnos que la fortaleza y la fidelidad deberían estar en lo más alto de
nuestros blasones. (¡Ya están estos
carcamales con sus historias!). Sí, de historia hablamos y de sus blasones,
que significan y son las llamadas que
se nos hacen desde el pasado para que nuestras vidas no sean las de larvas que
se esfuman al nacer. Necesitamos que lo noble, lo vigoroso, lo bello, lo
grande, lo generoso sea modelo para trazar con dignidad la ciudad del tiempo
presente. Y que los que nos siguen no vuelquen la honrosa y dura lápida de
nuestra herencia para convertirla en plataforma ultrajada por sus pisadas.