En el verano de 1498 firmó Miguel
Ángel Buonarroti con el cardenal del título de San Dionisio, Jean Bilhères de
Lagraulas, benedictino y embajador del rey Carlos VIII de Francia ante la Santa
Sede, un contrato cuyo precioso fruto ha llegado hasta nosotros: la admirable imagen
de la Pietà del Vaticano. El joven
artista tenía poco más de veintidós años y acababa de llegar a Roma. 1500 iba a
ser Año Santo y el cardenal deseaba que la imagen estuviese ya con esa ocasión en
su destino, la capilla de Santa Petronila, necrópolis de las personalidades
francesas fallecidas en Roma, cercana a la primera Basílica de San Pedro, la construida
por Constantino.
El pago seria de 450 ducados de
oro y el tiempo de entrega, un año.
Miguel Ángel empezó su obra
viajando a Massa Carrara para escoger en persona el bloque de mármol blanco que
convirtió en una preciosa obra de piedad y de arte. Él mismo escogió la mole y
la acompañó en su traslado a Roma.
Hoy se admira y se venera en la
primera capilla a la derecha de la entrada donde fue trasladada casi 250 años
más tarde (1749) en la actual Basílica de San Pedro.
Giovanni Papini,
aquel enérgico –casi violento- converso, defensor de la Verdad y admirador de
la Belleza, escribía de este precioso regalo para la fe y la devoción: "... es el cadáver de un Dios asesinado
y el dolor de una madre, cuya belleza es la hermosura casta de una mujer joven,
pero tan pura que parece el reflejo de un mundo que no es aún el Cielo, pero
que ya no es la Tierra".
La contemplación del arte nos
conduce casi siempre a admirar la capacidad que tiene el hombre de pasar a una
tela o a un bloque de piedra los rasgos de la belleza y la grandeza que admira
en su derredor.
Pero para un creyente es mucho
más. Por encima del dominio que el hombre tenga de copiar la belleza con la que
nos gozamos en el arte, está la grandeza de Dios, que nos ama infinitamente y nos
deja admirar los rasgos visibles de su presencia amorosa invisible en la vida
de nuestros hermanos los hombres: los santos, los asesinados por odio,
incomprensión, rechazo y envidia; los pobres incapaces de salir de su
condición; los huérfanos de padres y madres; los padres y madres huérfanos de
hijos.