Don Benito Pérez Galdós, canario de Las Palmas (1843-1920),
escritor egregio, tuvo tiempo en su larga vida para escribir novelas, teatro,
crónicas de la historia patria, y para ser diputado en los ratos libres. En su
ingente obra destacan, por su volumen y brío, los cuarenta y seis “episodios
nacionales”. En el Prólogo de uno de
ellos, Gerona, escrito en junio de
1874, hacía notar: «En el invierno de 1809 a 1810 las cosas de España no podían
andar peor. Lo de menos era que nos derrotaran en Ocaña a los cuatro meses de
la casi indecisa victoria de Talavera: aún había algo más desastroso y
lamentable, y era la tormenta de malas pasiones que bramaba en torno a la Junta
central. Sucedía en Sevilla una cosa que no sorprenderá a mis lectores, si,
como creo, son españoles, y era que allí todos querían mandar. Esto es achaque
antiguo, y no sé qué tiene para la gente de este siglo el tal mando, que
trastorna las cabezas más sólidas, da prestigio a los tontos, arrogancia a los
débiles, al modesto audacia y al honrado desvergüenza».
En la Relación de
Andresillo Marijuán sobre los meses de increíble resistencia de Gerona al
asedio francés, brotan, como contraste y entre muchos personajes y acciones
heroicas, las inverosímiles andanzas de los hermanos Siseta, Bardonet, Manalet
y el pequeño y pobrecito Gasparó; el doctor don Pablo Nomdedeu y Josefina su
hija, etc...
Y, al frente de todo y de todos, el gobernador Mariano
Álvarez de Castro. Su imagen de defensor y responsable de la fidelidad de la
ciudad bien pueden definirla estas palabras de un bando suyo del 1º de abril de
1809 “… a los sitiados: «Se impondrá pena de la vida ejecutada
inmediatamente a cualquier persona sin distinción de calidad ni condición, que
hablare de capitular o rendirse»”.
Escribió Andresillo:
“Yo estaba en Santa Lucía. Don Mariano se presentó allí, y no crean ustedes que
nos arengó hablándonos de la gloria y de la causa nacional, del Rey o de la
religión. Nada de eso. Púsose en primera línea, descargando sablazos contra los
que intentaban subir y al mismo tiempo nos decía: «Las tropas que están detrás
tienen orden de hacer fuego contra los que están delante si éstos retroceden un
solo paso». Su semblante ceñudo nos causaba más terror que todo el ejército
enemigo. Como algún jefe le dijera que no se acercase tanto al peligro,
respondió: «Ocúpese usted de cumplir su deber y no se cuide tanto de mí. Yo
estaré donde convenga»”.
Nos vale (y mucho,
pienso yo) ese doble retrato de los mandos de Sevilla, donde todos
querían mandar, y el
don Mariano, único e indiscutido jefe, que murió (no se sabe cómo, pero es
seguro que por haber sido como fue), siendo fiel a la misión que le
encomendaron y a la necesidad de que todos (niños y jóvenes, mujeres y hombres,
monjas y frailes, españoles y extranjeros, que los había…) diesen la vida - ¡juntos!
- por la ciudad que amaban.