La
historia de las seis hijas del barón de Redesdale: Nancy, novelista; Diana,
fascista; Unity, hondamente nazi; Deborah,
duquesa; Pamela, aristócrata en el campo… y Jessica (1920-1996), la comunista
(no incluimos a Thomas, el único hermano varón, por la distancia que mantuvo
siempre en su vida) es de sobra conocida. Sobre todo a partir de 1960, cuando Nobles y Rebeldes (1960), la primera de
las obras de Jessica, mostró la historia
inquieta, divertida, rebelde, anticonformista de casi todas ellas. Basta
recordar su “huida” a los 19 años, con su novio, para luchar en la Guerra Civil
de España. Y su postura, después, en la defensa de los derechos humanos en
Estados Unidos afiliada en el Partido Comunista, aunque no siempre conforme con
la línea que este mantenía.
Cuando
contemplo la vida de estas seis hermanas se me viene la imagen de un cohete del
que, en un momento en que parecía un sólido proyectil, brotan enérgicamente
seis ráfagas de colores y direcciones bien distintas.
Pero más
allá de atender a esos hechos nos haría bien comprobar de qué modo se subraya
que, a pesar de esas diferencias casi abismales en las ideas, se mantuvo, como
claramente confiesan, y sin debilidad la estima y el afecto fraterno.
La
aplicación a nuestras vidas, familias, grupos, asociaciones… es inmediata. Con
cuánta frecuencia sucede que la diferencia de opiniones, por ejemplo, lleva
consigo el debilitamiento o hasta la desaparición de los lazos de una amistad.
La conclusión parece diáfana. No había tal amistad. “Me uní a él porque pensaba
lo mismo que yo. Cuando me di cuenta de que no era así no quise ya saber nada”.
Pero mientras tanto, decíamos que era nuestro amigo.
En el
fondo juega el egoísmo. Al amigo le interesa el amigo, el otro, su persona.
Cuando se resquebraja la que creíamos poder llamar amistad es que no había más
que interés. Y el propio interés es la polilla del amor.
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