Bien se sabe que el nombre de Cobra es el
nombre común de un grupo de serpientes venenosas. Pertenecen, dicen los
entendidos, a la familia Elapidae, y en ella brillan por su especial energía y
decisión en eliminar a los que les molestan o amenazan, las Naja, que comprende nada menos que veinte
especies, y Ophiophagus, con una sola
especie, pero de aspecto amenazante y de mordedura fatal. Afortunadamente
viven en zonas tropicales y desérticas poco habitadas por humanos en el sur de
Asia y África.
No es
frecuente el hecho de que en un zoo
nazcan cobras. Pero los cuidadores del de Cincinnati, en Ohio, comprobaron hace
unos años la eclosión, parece que por primera vez en cautiverio, de huevos de
cobra. Y observaron con asombro que las cobras recién salidas a la luz tras
haber roto el huevo, después de 48-70 días de incubación, irguieron sus 8-10
pulgadas dando ya juego a su lengua sibilante. Por instinto, naturalmente, porque no
habían tenido ocasión de verlo hacer a sus madres.
El modus operandi es escupir a
los ojos de las víctimas, desde un hueco de sus dientes, el veneno que provoca
escozor, quemazón y en algún caso ceguera.
¿Dónde y cómo aprenden los muchachos que insultan, ultrajan, zahieren a
amigos y enemigos de su entorno? ¿O, en aparente tono menor, critican,
inventan, descalifican y a veces, hunden en el temor y la huida, a compañeros
de los que no han recibido ninguna forma de amenaza?
Guardan, tal vez por herencia, el veneno de sentimientos de envidia, de
complejos arbitrarios, de necesidad de vengarse sin razón para ello. O han
mamado en la intimidad de su hogar (hogar
viene de fuego) las llamas que pretenden abrasar a todo el que les pueda hacer
sombra o mida un centímetro más que ellos.
Cultivar los sentimientos, pienso, es la primera y más delicada y necesaria
de nuestra labor de educadores. No es en absoluto difícil, pero requiere la
atención, delicadeza y constancia de un mundo interior como el de la estima y
la pasión.