No he estado nunca en Seabeck, Estado Federal
de Washington, donde el agua y la tierra se abrazan y se aficionan dibujando
costas acogedoras y curvas entrañables.
Pues en Seabeck, donde el hombre y el mundo
se distienden para la contemplación, un aficionado a la fotografía, Phoo Chan,
consiguió esa secuencia admirable.
Como ves, el cuervo va de camino – caminos
los del cuervo, caminos en el aire – y ve pasar a un águila calva en su misma
dirección. Y se dice: “¡Esta es la mía! No peso mucho. El águila siempre es
noble. No creo que me rechace”. Y muchas más cosas que dijo el cuervo y que tú
intuyes. Vuelo de aproximación, tanteo en el posarse, ¡buen viaje! y…
“¡Gracias!”. ¿Cómo no?
Esta imagen debería ser la de nuestra propia
vida. Recuerdo que, siendo yo muy joven y ante la necesidad de hincar el diente
en algo poco agradable, oí por primera vez: “¡Que cada palo aguante su vela!”.
Una afirmación muy humana pero, como ves, poco propia de quienes en la vida se
sienten águilas y no lo son.
Y recuerdo igualmente, cuando ya era menos
joven, la lectura que hice en un periódico de un hombre que, en la Roma de
1945, empobrecida por la guerra, cada tarde, después de su trabajo diario,
cargaba su furgoneta y llevaba a quien sabía que lo necesitaba, un colchón, un
mueble, un poco de comida, ropa, carbón o leña, una medicina…
No vivimos solos. Ni convivimos solo con los
que nos halagan, nos jalean, nos aprecian y hasta nos envilecen contagiándonos
con su indiferencia. No podemos creer que la carretera de la vida es solo para
nosotros y que la calle que con tanto gusto pisamos la han tendido para que desfilemos
insensibles junto a los que no nos importan.
Debiéramos hacer ejercicio de águilas calvas para que nuestros vuelos no sean solo un cambio de destino, sino una oportunidad de ser verdaderamente grandes porque los demás nos interesan.
Debiéramos hacer ejercicio de águilas calvas para que nuestros vuelos no sean solo un cambio de destino, sino una oportunidad de ser verdaderamente grandes porque los demás nos interesan.