sábado, 25 de julio de 2015

Botrytis.

Se cuenta (y a lo mejor es verdad y ya lo sabes) que en el Otoño de 1650 se dio orden a los viticultores de las colinas Kopasz, en el Nordeste de Hungría, de que no comenzasen la vendimia de sus vides ante el temor de que los turcos avanzasen hacia aquellas tierras de Transilvania. Y así se hizo, es decir, no se vendimió. Cuando al cabo de un mes las lluvias hicieron imposible la invasión turca, se comenzó a vendimiar. Pero con la decepción de comprobar que, por la humedad, un hongo, el botrytis cinerea, había enmohecido la parte inferior de los racimos.
Todo parecía perdido, pero alguien comprobó que los granos afectados producían un líquido que enriquecía con un toque especial el vino sacado del resto. Y comenzó a producirse el celebrado vino Tokaji Aszú. Se cuenta que el rey Luis XIV de Francia exclamó al probarlo: "Este es el vino de los reyes y el rey de los vinos" (en latín – VINUM REGUM 1650 REX VINORUM, como se lee en la etiqueta, debajo de una  corona formada por tres hojas de vid).
Lo anterior no es una invitación a que lo pruebes. Cuando conozcas el precio desistirás de hacerlo. El de 6 puttonios (los serones de las uvas “cenizas” – cinerea significa cenicienta) que se añaden al vino nuevo, es el más caro. El de 3 es el más modestito en sabor y precio.
Si quieres, brindamos con el rubio Tokaji. Pero yo prefiero hacer este otro brindis: ¡Cuántas veces en la vida, en la historia, que es la vida de todos, neciamente, se deshecha como inútil algo o, lo que es más triste, a alguien, porque parece que no vale la pena, que no va a funcionar, que no cabe en mis esquemas personales de utilidad o de provecho. Si se trata de un algo, menos mal. Pero siempre mal.
Cuando Gertrudis, la reina fingidora, le reprocha a su hijo Hamlet que su dolor parece mayor que el de todos, el príncipe enajenado le responde: “¡Yo no sé parecer, sino ser, madre, ser!”       
Vivimos en una sociedad en la que, para muchos, parecer es mucho más importante que ser. La belleza física, por ejemplo (muchas veces belleza vacía o, peor, rellena de miseria interior) se cotiza como valor en alza, como valor único, como valor definitivo.
Y como este sistema de cotización se impone (¡y cómo!) los árboles que dan fruto, que podrían dar fruto, quedan olvidados. Y las despensas de la fruta sana y buena se llenan de vulgar apariencia.

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