Sin
duda se nos ha ocurrido, cuando hemos visto llorar o hemos llorado, cuántas son
las fuentes de esas lágrimas. Desde el llanto de un niño que se ha caído o se
ha sentido contrariado en sus caprichos. La mujer que ha perdido a su marido
porque ha tenido que irse lejos, tal vez a un lugar peligroso. Las lágrimas sin
consuelo de alguien que pensaba que aquel amor iba a ser eterno. Las que brotan
de la compasión por una persona que sufre y llora por nuestra culpa.
Seguramente
no nos hemos detenido nunca a pensar que las lágrimas son siempre iguales pero
que sus causas pueden ser infinitas: cada persona y cada situación arranca una
forma diferente de sentir y de llorar.
Un
célebre director de cine al que conoces le decía a una bella artista famosa que
lloraba porque le habían robado un collar de perlas de su caravana cuando
rodaban un exterior: “¡No llores nunca por quien no puede llorar por ti!”. Y la
actriz confesaba al comentarlo lo que había aprendido de aquella sensata
lección.
Sobre
las lágrimas (sobre las propias, porque las demás nos son profundamente ajenas
y nunca podríamos llegar a entender de qué fuente brotan) deberíamos hacer una
reflexión que sería incomunicable, pero que nos enseñaría mucho de ese amasijo
arcano de sentimientos con que está tejida la vida humana.
Un
sabio final para esta leve consideración son los siguientes consejos del Papa
Francisco para nuestra vida, en la que es posible que se levante alguna vez la
angustia del llanto:
No llores por lo que perdiste, lucha por lo que te queda.
No llores por lo que ha muerto, lucha por lo que ha
nacido en ti.
No llores por quien se ha marchado, lucha por quien está
contigo.
No llores por quien te odia, lucha por quien te quiere.
No llores por tu pasado, lucha por tu presente.
No llores por tu sufrimiento, lucha por tu felicidad.
Con las cosas que a uno le suceden
vamos aprendiendo que
nada es imposible de solucionar:
Basta seguir adelante.