lunes, 25 de julio de 2011

Por el iris al trullo.


No te dejes fotografiar por un desconocido. Aunque tenga tipo de policía. O precisamente por eso. Porque se corre el peligro de que la afición a la fotografía cale en algunos estamentos de los servidores del orden hasta el punto de que se dediquen a coleccionar iris. Iris oculares, sí. Esa parte misteriosa del misterioso ojo, que parece un animal agazapado siempre en tensión como si quisiese saltar, con un misterioso color azul o azulado, verde o verdoso, color miel, marrón o casi negro. ¡O violeta, como sucedía en los ojos de una afamada actriz de cine que, sin duda, recuerdas! Y con un dibujo más misterioso aún que se parece a un mar organizado en olas concéntricas. ¿Y qué decir de la pupila? Esa especie de espía, que se ensancha o se encoge, y que rapta lo que se le ponga delante y lo arrastra al negro abismo del que es puerta.
Con un iPhone 5, a punto de dispararse, pueden captar tu iris. A lo mejor esperan un poco y en ese mundo inquieto de Galaxy S2, HTC Sensation, tecnologías EDGE, UMTS, HSDPA (que tú conoces y del que yo no tengo la menor idea) llegan a perfeccionar el instrumento con que capten tu iris y lo envíen al archivo en el que, cada vez más, nos almacenan, clasifican y mantienen al tanto de un posible desliz en tu vida. Para entonces las huellas dactilares habrán pasado ya al museo.
Todo lo anterior puede avivar los temores que nos nacieron leyendo y considerando 1984 y Rebelión en la granja de George Orwell. Por ahí  iremos. Pero de momento la reflexión va por otro camino más trivial.
No nos conocemos. Cada uno a sí mismo. Somos tan maravillosos, tan complejos, tan profundos, tan ágiles, tan lánguidos, tan cambiantes, tan soporíferos, tan seguros, tan flacos, tan valientes, tan mustios, tan alegres, tan decididos, tan dubitativos… que es imposible que nos conozcamos. Admitimos, sin darnos cuenta, que el condimento de la historia, de nuestra rica y breve historia, pesa más en nuestros estados de ánimo, en nuestro humor, que nuestra misma voluntad, nuestras convicciones, nuestros principios y nuestros proyectos. Y son muchas veces, demasiadas veces, los sentimientos los que nos mueven. Mucho más que la conciencia. Y eso no estaría mal si los sentimientos aceptasen ser sólo el iris de nuestras decisiones.
Lo que ve en el ojo es lo que no se ve: eso que está dentro, en la oscuridad del globo, la retina, la redecilla que elabora y envía al cerebro las impresiones que recibe.         
Nuestra vida animal vibra y gira alrededor de nuestro sentimientos. Vale la pena ser conscientes de ello para tenerlos en cuenta. Tanto en los pasos que damos para ocupar la tierra como en los esfuerzos que hacemos para educarlos en los que siguen esos pasos nuestros.

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