jueves, 28 de julio de 2011

¿En qué nos bañamos?

En esta Europa nuestra de nuestro bienestar hay una playa ante la que se puede leer en letras grandes: PROHIBIDO BAÑARSE. PELIGRO DE TIFUS. Cuando, guiados por el olor, llegamos a unos metros de ella, encontramos el motivo de la prohibición en letra más pequeña. Y como la letra es abundante, aquí van sólo algunas frases que dicen casi todo: 
«La prohibición de bañarse tiene como finalidad prevenir e impedir que se ponga en peligro la salud de las personas por la presencia de descargas cloacales en las aguas marinas y de los correspondientes desechos orgánicos… Las concentraciones masivas de bacterias fecales con numerosos microorganismos patógenos producen tifus, salmonella, hepatitis y otras enfermedades infecciosas».
No es agradable la descripción de lo que nuestros ojos podrían ver después. O nuestra imaginación fantasear. Pero seguramente la realidad supera la fantasía.  En la realidad está – y esto es lo grave - que allí hay gente que se baña, que se tiende en la arena para tomar el sol, que se come su bocadillo de media mañana, que… Eso es lo que escribe el periodista que hace la denuncia. Y nosotros quedamos con el desagrado de que el progreso haya podido llegar a ser eso.  
¿En qué nos bañamos? Porque del agua sucia podemos de algún modo librarnos. Nos limpiamos con una buena friega de gel. Los poros quedan más o menos limpios y podemos añadir algún desinfectante.
Pero vivimos sin darnos cuenta del mal que nos empapa por tantas vías en el mundo loco de la comunicación. Bañamos nuestro espíritu y lo empapamos de bacterias, virus, gases asfixiantes, aguas fecales de la conciencia, productos deformados del criterio (“¿Qué más da?”), posturas de relativización de la conducta (“¡Pues a mí me parece muy bien!”), masificación y mimetismo que despersonalizan (“Lo hacen todos”)…
Y lo peor es que ciertas fuentes de esa alimentación las tenemos en casa, al alcance de un ratón, como remedio para obtener que nuestros hijos nos dejen en paz. La enfermedad se manifiesta cuando nos damos cuenta de su vagancia, de su insensibilidad de conciencia, de que carecen de horizontes, de aspiraciones, de independencia, de sana y robusta personalidad. Y que la comunicación con ellos se hace más rara, más difícil, más triste: se han convertido en huéspedes en el propio hogar.

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