… se les da, de ordinario, después de su muerte y antes de olvidarlos. Sucede a veces que ni siquiera una señal clara perpetúa su recuerdo, aunque tengamos muy presentes sus obras. Podemos dirigir por eso ahora nuestros ojos, con afecto y agradecimiento, a dos de esos hombres grandes.
Miguel Ángel Buonarroti, florentino, vivió desde 1475 hasta 1564. Cuando tenía sesentaiún años recibió del papa Clemente VII el encargo, confirmado después por Pablo III, de cubrir con un enorme fresco la pared frontal de la capilla Sixtina, que se había empezado a construir el mismo año del nacimiento del pintor. Le dedicó cinco años, de 1536 a 1541. Se cuenta que los ataques que le dirigía el también pintor y poeta Pietro Aretino (“… simpático cuando quería, feroz cuando quería también, chantajista incomparable, periodista sin escrúpulos y sin cansancio, multiplicaba las cartas y los impresos, y el oro manaba hacia él para escapar en seguida de sus manos pródigas. Cuando perseguía a alguno, el veneno de sus flechas lo agotaba”, según lo describe un autor actual) le hizo pintarse como un despojo de pellejo en la mano izquierda del apóstol Bernabé, que murió desollado. Sin duda quiso pedir al apóstol que lo llevase consigo ante el Juez Supremo en el Juicio Final.
Calixto II y Alejandro VI, los dos papas de la familia de los Borja, especialmente Alejandro, impulsaron las obras de la Basílica de Santa María Mayor como se contempla hoy. Dice la tradición que su precioso artesonado fue dorado con el oro de América, regalado por los Reyes Católicos al mismo Papa.
Pues bien, el espléndido escultor barroco napolitano Juan Lorenzo Bernini (1598-1680), quiso escoger el lugar de su sepultura cerca de la Virgen, que reparte bondad desde la Capilla Mayor del templo: a la derecha del altar. Pero bajo los peldaños que suben al presbiterio. De ese modo el sacerdote, al dirigirse al altar, pisaba esa tumba y recordaba al artista en el Santo Sacrificio.
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