La
selva de nombres de plantas y animales por la que hoy nos movemos se debe al
gran sueco Carlos Linneo (siglo XVIII) que llamó a la rara planta que vemos
arriba Tillandsia recurvata. Lo de recurvata se entiende apenas vista. Y su
nombre (y el de otras 650 especies, más o menos, de hermanas y primas hermanas)
fue el que les dio Linneo en honor de su connacional Elias Tillandz (1640-1693)
que la descubrió por América Central.
Se
llaman en general plantas azules y
esta, en particular, clavel de aire.
Y de ellas hablamos aceptando, de antemano, no faltaría más, las correcciones
de los botánicos.
Son un
caso en la vida vegetal: ni comen ni beben. Mejor dicho, comen y beben del
aire. Son – dicen los entendidos - epifitas.
Es decir, adheridas a los árboles. Pero no son parásitas (aunque tampoco les
hacen bien a las plantas sobre las que viven), ya que es del aire de donde
toman la humedad y el alimento que necesitan.
Hace
algunas semanas escuchaba, con mucha atención e igual asombro, una conferencia
de un sesudo y sensato japonés a un grupo de personas del centro de América. Me
atrevo a resumirla.
El
Japón y nuestra nación (la que le escuchaba) se diferencian en cosas
fundamentales como estas dos que educan y producen ciudadanos de muy diversa
índole: 1. Un niño japonés, desde que es capaz, hace todo lo que necesita hacer
para su vida. Se le indica cómo debe hacerlo y se le deja que crezca en esa
actitud de valerse por sí mismo en todo lo que puede. Aunque sufra, aunque se
exija, aunque se equivoque, aunque sude, aunque… 2. Un niño japonés oye, desde
que entiende lo que se le dice, que debe dar algo a los que le rodean: a sus
hermanos, a los compañeros, a los amigos, a los ciudadanos, a la patria.
Y
seguía diciendo el sabio japonés: Decimos que educamos y deformamos; decimos
que ayudamos y estorbamos; decimos que damos e impedimos que se esfuercen por
obtener; decimos que facilitamos y provocamos la dependencia, la vagancia, la
mediocridad.
Un japonés no es un clavel de aire, pero se parece mucho. Tiene
sus raíces apoyadas en su familia, pero crece en virtud de su apertura al aire
que le rodea con la avidez necesaria para tomar de él lo que le hace ser él
mismo. Y, además, al aprender a dar, rompe el feo uniforme de egocéntricos con
el que se visten muchos de nuestros hijos, de nuestros jóvenes y… de nuestros
adultos (¿yo mismo?).