martes, 8 de marzo de 2011

Ceniza: ¿algo en tu vida para cambiar?


Los Yanomami (o Yanomamos), una etnia del profundo Orinoco, se beben las cenizas de sus muertos: se las comen mezclándolas con la pasta del “pijiguao”, fruta de la palmera chonta. O chontaduro, pupuña, pijuayo, pixbae, cachipay, pejibaye, tembe... que de todas esas formas se llama esa palmera de tierras americanas. Creen que en los huesos está la vida de la persona fallecida y que al comer sus cenizas la hacen volver a la comunidad de la que, de ese modo, no se apartan.
Pasada la tormenta del carnaval, nosotros vertemos sobre nuestras cabezas (un ligero toque para no estropear nuestra figura) unas cenizas que nos marcan como conversos. Confesamos con ese gesto querer llevar a lo más profundo de nuestra convicción la lección del “ayer”, de lo que parece que ya no es, pero que puede convertirse en fuerza de nuestra vida. Como los Yanomamos.
¿Y qué más? Pues, por ejemplo, podríamos preguntarnos si de verdad somos conversos. Si de verdad nos hemos reorientado en el camino. Si no es mentira o no es verdad que nuestra vida ha cambiado. ¿Tenía que cambiar?
Escribía Horacio, Quinto Horacio Flaco: Carpe diem quam minimum credula postero. Que en una traducción ramplona de sentido podría decir: Diviértete hoy porque a lo mejor mañana no puedes. Y llega el “mañana” y como ya es “hoy”, nos toca el mismo ejercicio: divertirnos mientras podemos, que mañana… Hoy es martes de carnaval y mañana, el entierro de la sardina. 
Tal vez Horacio quería decirnos otra cosa: Invierte el tesoro que tienes con este “hoy” en los mejores negocios que puedas. No te fíes de que llegará un “mañana” en el que puedes caer de nuevo en la ilusión de poderlo dejar para más adelante.

lunes, 7 de marzo de 2011

El libro Vojnicz.


Existe un libro manuscrito de 230 páginas (pero le faltan bastantes) de autor desconocido, que no se sabe cuándo se escribió (se cree que a principios del siglo XV) ni dónde ni qué dice.
Parece que fue propiedad de Rodolfo II de Bohemia, nieto de nuestro rey Carlos I. Y pasó por varias manos hasta que en 1912 un inquieto buscador de libros raros, el  lituano Michal Wojnicz (y cuando se nacionalizó norteamericano Wilfrid Michael Voynich) lo compró al Colegio Romano (ahora Universidad Pontificia Gregoriana). Desde 1969 figura entre los libros insignes (MS 408) de la Universidad de Yale. Se llama el libro Voynich.
Y no se sabe lo que dice porque, a pesar de que muchos sagaces intérpretes de textos cifrados se han quemado las cejas (se suele decir, pero eso era antes: ahora no se usan velas para alumbrarse) intentando averiguarlo, ninguno llegó a ninguna conclusión. Ni se sabe en qué lengua está escrito (si es que está escrito en alguna lengua), ni qué significan sus palabras (si es que son palabras lo que se ve), ni cuál es el equivalente de sus letras (si son letras los signos que figuran en él).
Por si alguno de los que leen estas líneas tuviese poder mágico para descifrarlo, damos una mínima muestra de su escritura.
Hay muchos libros que no dicen nada, aunque tengan muchas palabras. Pero sirven, cuando menos, para hacer ejercicio de lectura. Y a propósito del libro Voynich a todos se nos puede ocurrir lo siguiente: si, metaforeando mi vida, yo fuese un libro, ¿qué les diría a los que me “leyesen”? Puede ser que algunos de los que conviven conmigo me calificasen como una broma pesada. Otros, como con ganas de llamar la atención. Algunos como una pérdida de tiempo. Otros, como un ser raro incapaz de ofrecer comunicación, de ofrecer amistad, de abrirse como un hogar a la presencia de los imposibles amigos. Sería triste y debe dejar de serlo.
Tengo que descubrir (y puedo), antes de que me clasifiquen en el frío anaquel de los ya idos como un MS (manuscrito…),  lo más hondo del sentido de mi vida: el valor que debo acrecentar, el color que toman mis actos y mis gestos, mi sonrisa y mi saludo, el servicio que me ennoblece, la entrega que me hace fecundo, el amor que me convierte en creador.

sábado, 5 de marzo de 2011

Cotilleos.


El DRAE (no nos quedemos atrás en el manejo de siglas) o, lo que es lo mismo, pero dando la cara, el Diccionario de la Real Academia Española, dice que cotilla es la persona amiga de chismes y cuentos. ¿Conocemos a alguna? Cota, cota de malla, por ejemplo, era la defensa del torso del que entraba en la batalla que se resolvía con lanzadas o a espadazos. Cotilleo es la guerrilla menuda de la vida de quien no tiene mucho importante que hacer, de los que son, porque la usan, cotilla.
No sé si nos ha preocupado mucho descubrir qué tanto por ciento ocupa la alta reflexión política de algunos de nuestros mandantes. Y, como contraste, el cotilleo, el chismorreo con que roen la paciencia de los mandados, mientras éstos esperan la solución de los problemas que se les ha confiado resolver, que es la función de su servicio.   
Es bueno repasar algunos programas de televisión, escenario y pesebre de muchos cotillas, para hacerse cargo de ese fenómeno, fruto de la exquisita cultura de nuestros maestros (porque sólo un maestro tienes agallas para asomarse a esa tribuna del saber y sentir que es la pantalla). Y junto a estos escenarios, las planas de algunos de nuestros diarios o publicaciones semanales. Nuestras conciencias, nuestras mentes ¡y nuestras voluntades! se alimentan con ese producto de la digestión de los prohombres de nuestra sociedad. 
Pero donde se fragua todo, donde mana el agua que riega nuestras vidas, ya desde muy niños,  donde el cotilleo es más pernicioso, es en la familia. ¿Con qué fuerza sienten los padres el deber de construir la empresa que han acometido, de autoeducarse para poder, saber y querer educar?  
¿De qué se habla en casa? ¿Qué se vierte en la conversación familiar? Y antes: ¿qué deseos arden en nuestros corazones? ¿qué luz ilumina nuestros pensamientos? ¿qué sentimientos mueven nuestras pasiones? Porque todos sabemos o deberíamos saber que el joven de hoy no es así porque lo haya hecho así la sociedad, sino porque le hemos dado de comer así. 

jueves, 3 de marzo de 2011

¿Es Dios el culpable?

De vez en cuando, determinados modos de razonar o de expresarse nos resultan nocivos, negativos, porque no nos ayudan a afrontar la realidad con una perspectiva iluminada por la verdad.
Se trata, frecuentemente, de dichos, de manifestaciones que se van haciendo “universales” y las asumimos sin someterlas a la criba de la reflexión.
Es casi seguro que todos hemos escuchado en alguna ocasión refiriéndose a alguien que sufre: “Dios te quiere mucho; por eso te hace sufrir”..., o frase parecida. ¡Es una aberración!
Verdaderamente, a todo el que sufre Dios lo ama, como Padre que es: le ama porque sufre. Pero alguien debió ser el primero que retorció el argumento..., y parece que tuvo éxito.
Aquí queda incluido todo el problema del mal, de la injusticia, de la enfermedad, de la muerte... La misma cuestión de la existencia de Dios.
La pensadora francesa de origen judío Simone Weil falleció el año 1943 sin recibir el Bautismo, aunque parecía estar buscando la fe en Jesús ayudada por un sacerdote dominico. Alguien ha dicho de ella que “es la mayor pensadora del amor y la desgracia” del siglo XX.
Me sorprendió, leyendo una obra suya, comprobar cómo, sin ser creyente en el Dios de Jesús, pero probablemente iluminada ya por su Espíritu, penetra, comprende y nos aclara el sentido del dolor.
Cualquier padre o madre, amando profundamente a su hijo, se da cuenta de que llega un momento en que es necesario dejar que sea autónomo; a pesar de los riesgos...
Como parte de la creación, los seres humanos no somos ajenos a toda clase de limitación... Dios respeta nuestra autonomía, nuestra libertad... Sufre por la injusticia...; y ama a cualquier hijo que padece.
Si es difícil entender y aceptar que Dios-Amor-Omnipotente no libre a la humanidad de tanto dolor de cuerpo y alma cada día, al menos tenemos que reconocer que nuestras penas no le son extrañas: Él, en Jesús, se hizo Hombre y participó de todas ellas. Conoció el hambre, la sed, el cansancio, la desilusión, la traición, la soledad, la agonía y la muerte más humillante y dolorosa.
Dice Simone Weil, como filósofa y no bautizada todavía: “La extrema grandeza del cristianismo procede del hecho de que no busca un remedio sobrenatural contra el sufrimiento, sino un uso sobrenatural del sufrimiento”.
La Muerte y Resurrección de Jesús han cambiado el significado del dolor humano, haciéndolo valioso en unión con el suyo: podemos completar su Pasión redentora, como miembros suyos, y participar luego de su triunfo.

martes, 1 de marzo de 2011

Ni una mosca...


Los emperadores romanos tuvieron casi todos muy mala prensa. Porque como gobernaban por rachas, es decir, familia tras familia, de las que la anterior había caído por obra, a veces violenta, de la siguiente, los historiadores de esta siguiente no eran muy indulgentes con la anterior. ¡Claro, estaban subvencionados! Es cosa vieja, pero no exclusiva de aquella vejez.
Un ejemplo: Cayo Suetonio Tranquilo, historiador de Roma durante los reinados de Trajano y Adriano, escribió la vida de los doce emperadores que van desde Julio César (que no lo fue, pero entra con pleno derecho en la lista) hasta Domiciano. Tito Flavio Domiciano fue emperador desde el año 81 al 96 y había sucedido a su hermano Tito que, a su vez, había sido sucesor del padre de ambos, Vespasiano (un repaso a la historia nos ayuda a airear los libros de nuestra juventud).
Pues de Domiciano cuenta Suetonio, sin mucha misericordia, lo que sigue: En los primeros tiempos de su reinado se encerraba todos los días a solas y se pasaba un buen tiempo cazando moscas atravesándolas con un punzón muy agudo. A uno que preguntó una vez “¿Hay alguien con él?”, Vibio Crispo no quiso darle una respuesta absurda y le dijo. “Ni una mosca” (en Latín suena mejor: Ne musca quidem). 
No está mal que nos apliquemos el dicho. No exactamente porque nos pasemos la vida papando moscas. Que no. Sino por si al repasar nuestras horas nos damos cuenta de que las llenamos de aire. Se nos ha confiado una honrosa tarea: ser emperadores. Pero no como aquellos o, al menos, no como algunos. Somos Emperadores de nuestras vidas. Imperar es poner orden en algo. Y nosotros tenemos un gran algo que ordenar.
No está mal que critiquemos a los gobernantes, ”emperadores de la cosa pública”, si les hemos cedido durante un poco de tiempo el papel de ordenarla. Son servidores de los ciudadanos y tienen esa obligación que cumplir. Y nosotros la de vigilarlos y corregirlos. ¡Y qué bien lo hacemos!     
Pero tenemos muy cerca de nosotros un “imperio” (nuestra persona, nuestra familia, por ejemplo) que no podemos dejar de construir, segundo a segundo… si no queremos que el vigía Vibio Crispo nos tache de perseguidores de quimeras, con punzón o sin punzón. O de moscas.

domingo, 27 de febrero de 2011

¡Muy importante!


Steven Mithen sostenía que los neandertales (la Academia permite suprimir la “h”), aquellos antiquísimos pobladores de Europa de hace un montón de siglos y primos (por decirlo de un modo sencillo) del homo sapiens, nuestro abuelo más lejano, tenían un sistema de comunicación "Hmmmm". ¡Muy expresivo! Y lo explicaba: holístico, manipulador, multimodal, musical y mimético. ¡Queda claro!
Pues resulta que ahora se descubre que usaban un lenguaje más, el de las plumas. Recientemente (la prensa lo da el 23 de febrero de 2011) se da a conocer que en las investigaciones de la cueva de Fumane en los montes Lessini, cerca de Verona (Italia), se ha llegado a la conclusión de que usaban las plumas como signo de autoridad, de poder: «¡Hago saber…!». Hace 44.000 años los neandertales se daban importancia. Como lo hicieron 20.000 años más tarde los sapiens. Y como seguimos haciéndolo nosotros.
¡Darse importancia! ¡Vestir el cargo! ¡Quedar bien! ¡Aparecer! ¡Parecer!
Evidentemente quien se da importancia es que no la tiene (aunque tenga cargo). Porque ¿qué sentido tiene darse lo que ya se posee? Sería (o es) como el que, estando ya totalmente vestido, se pusiera encima un ropón para que le viesen.
La importancia es un valor que ocupa una esfera medular: no sólo está muy dentro, sino que constituye la fuente del propio ser, se trasparenta en todos los gestos, pensamientos, sentimientos y acciones del que la tiene.
Basta, para completar esta reflexión, recordar a tantos personajes eminentes por su importancia y contemplar al mismo tiempo la sencillez de su conducta.

viernes, 25 de febrero de 2011

Testigos de la Fe.

Los salesianos Luis Versiglia, obispo de Shiuchow (China), de 57 años y Calixto Caravario, sacerdote desde ocho meses antes, encargado de la residencia misionera de Linchow, de
26 años, que lleva un año en China, se niegan a los bandidos que los detienen a entregar a las chicas a las que acompañan.
Monseñor va a hacer la visita pastoral a la misión de Caravario. Viajan en la barca de una mujer con la que va su hijo, de dieciséis años. Llevan a María Thong, de 22 años, maestra, que va a despedirse de sus padres porque ha decidido hacerse salesiana; a su hermano Chong, maestro, no cristiano; a Clara, de 22 años, catequista; y a los dos hermanos cristianos Antonio, de 23 años, y Paula, de 16.
En la lengua de tierra (Punta de arado la llaman o Lintautsui) que ve unirse a los río Sui-pin y Lin-chow detienen la barca. Los bandidos (o soldados de la revolución) suben a ella, piden 500 dólares que es la tasa del tránsito, y añaden: – Nos llevamos a vuestras mujeres.
La resistencia de los dos salesianos no acaba cuando los arrinconan con culatazos de sus fusiles, palos y haces verdes que mal arden. – Bajad a las mujeres, ordena el jefe. Y empujaron a los misioneros.
En un cañaveral cercano (contaron más tarde los supervivientes) se oyeron cinco disparos. Era el 25 de febrero de 1930. Y cinco días más tarde, liberada aquella zona por el ejército de Chang Kai Shek en guerra contra los bolcheviques de Mao, se encontraron, enterrados en la arena de la orilla, sus cuerpos.
Juan Pablo II los declaró santos el 1 de octubre del año 2000.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Una cadena al pie...


… Cuando llevaron a Luis Versiglia a estudiar al Oratorio de Valdocco, en 1885, con doce años, iba con la ilusión de prepararse allí para ingresar en la escuela de Veterinaria de Turín. Decidió volverse a su casa cuando vio que en el Oratorio no había más caballos (su pasión) que uno viejo, el del panadero, que acarreaba cada mañana el pan que tantos sudores costaban a Don Bosco. Pero la madre logró disuadirlo.
Empezó a descubrir un aire especial que se respiraba en aquella casa y quedó prendado del ideal misionero cuando el 11 de marzo de 1888 (hacía dos meses que había muerto Don Bosco) le impresionó la actitud de uno de los ocho misioneros que en la Basílica de María Auxiliadora celebraban la salida de su expedición. 
Dieciocho años más tarde (17 de enero de 1906) era él el que guiaba la primera expedición misionera salesiana a China. En realidad aquellos seis primeros misioneros iban a Portugal, porque Macao, lugar de su destino, pertenecía a esta nación. Habían estudiado portugués, inglés, francés y chino.
El 10 de octubre de 1911 estalla la revolución china: China es una república. Y se acaban las coletas.
Las residencias salesianas (orfanatos) son ya cuatro en 1912: Heung-Chow,  Ngan-hang, Sheung-tchao y Shek-ki. ¡A que suenan bien!
Pero el azote de la guerra civil endurece la vida, sobre todo de la gente pobre. Y mueve el corazón de los salesianos dedicados a atenderla.
Versiglia habla de Dios y de Jesús a los enfermos del lazareto de Wan-chai donde están los enfermos de la peste bubónica. Los tienen atados por el tobillo con una cadena al catre para que el delirio no los haga levantarse y huir.
Habla con una niña de doce años a la que había bautizado. - ¿Entonces ahora soy hija de Dios? ¿La cadena no me impedirá ir hasta Él?
Y a nosotros nos basta esta pregunta ingenua y sublime para que esta noche durmamos en los brazos de Dios.