Los Yanomami (o Yanomamos), una etnia del profundo Orinoco, se beben las cenizas de sus muertos: se las comen mezclándolas con la pasta del “pijiguao”, fruta de la palmera chonta. O chontaduro, pupuña, pijuayo, pixbae, cachipay, pejibaye, tembe... que de todas esas formas se llama esa palmera de tierras americanas. Creen que en los huesos está la vida de la persona fallecida y que al comer sus cenizas la hacen volver a la comunidad de la que, de ese modo, no se apartan.
Pasada la tormenta del carnaval, nosotros vertemos sobre nuestras cabezas (un ligero toque para no estropear nuestra figura) unas cenizas que nos marcan como conversos. Confesamos con ese gesto querer llevar a lo más profundo de nuestra convicción la lección del “ayer”, de lo que parece que ya no es, pero que puede convertirse en fuerza de nuestra vida. Como los Yanomamos.
¿Y qué más? Pues, por ejemplo, podríamos preguntarnos si de verdad somos conversos. Si de verdad nos hemos reorientado en el camino. Si no es mentira o no es verdad que nuestra vida ha cambiado. ¿Tenía que cambiar?
Escribía Horacio, Quinto Horacio Flaco: Carpe diem quam minimum credula postero. Que en una traducción ramplona de sentido podría decir: Diviértete hoy porque a lo mejor mañana no puedes. Y llega el “mañana” y como ya es “hoy”, nos toca el mismo ejercicio: divertirnos mientras podemos, que mañana… Hoy es martes de carnaval y mañana, el entierro de la sardina.
Tal vez Horacio quería decirnos otra cosa: Invierte el tesoro que tienes con este “hoy” en los mejores negocios que puedas. No te fíes de que llegará un “mañana” en el que puedes caer de nuevo en la ilusión de poderlo dejar para más adelante.
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