Mostrando entradas con la etiqueta sufrimiento. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta sufrimiento. Mostrar todas las entradas

sábado, 4 de mayo de 2013

Vértigo.



No vamos a animar a nadie a que imite a estos dos jóvenes fotógrafos rusos, Vitaly Raskalov y Alexander Remnov. Los conocéis todos. Son estudiantes, pero en su afán de encontrar objetos dignos para su obra, se dedican también a escalar. Escalan edificios de 74 pisos, azoteas de construcciones de muchos cientos de metros de altura, cimas de puentes y torres modernísimas, pirámides egipcias de hace 4.583 años, como las de los tres faraones (abuelo, padre e hijo) de la cuarta dinastía, que llamábamos antes con voces griegas Keops, Kefrén y Mikerinos y ahora nos las hacen conocer como Jufu, Jafra y Menkaura…
Y escalan sin permiso, de día y de noche, sin ayuda de instrumentos propios de esa aventura, con la cámara al cuello y trepando sin más seguridad que la de sus manos. O así parece. 
¿Y por qué no vamos a animar a nadie a que haga eso? Porque está mal. Hay cosas que están mal y no se deben hacer. Y cosas que están bien y se deben copiar. Y lo que debemos copiar de estos jóvenes es su afán de superación, su sueño por la altura, su entrega a la ejecución de los sueños de nuestra vida, su victoria sobre las dificultades y el dolor en el trabajo.
Sin darnos cuenta, pretendemos que nos lo den hecho: lo pequeño y lo grande. La llamada “ley del mínimo esfuerzo” es para algunos una ley que forja la quimera de su vida en no mancharse, no sudar, no doblar el espinazo, no llorar, no sufrir… Me contaba un buen amigo médico, que le daba pena pensar en la  educación que podían dar a sus hijos las madres que acudían a la consulta con un único deseo: “¡Pobrecito, que no le duela!”. La salud no les importaba, pero sí el dolor.
No hay por qué asumir un sufrimiento gratuito. Pero no se puede caminar sin ser capaz de soportar con valentía, y casi con placer, el dolor que produce la marcha, el ascenso, el sentimiento lacerado de que se está logrando la meta.

martes, 10 de julio de 2012

Bohol


No es broma escribir los siguientes nombres de los ayuntamientos de la isla de Bohol, una de las mayores de Filipinas: Alburquerque, Alicia, Anda, Antequera, Bien Unido, Buenavista, Carmen, Clarín, Corella, Cortés, Duero, García Hernández, Getafe, Lila, Pilar, Presidente García, San Isidro, San Miguel, Sevilla, Sierra Bullones, Trinidad, Valencia. No es de extrañar. A pesar de su identidad más que plural (tagalos, cebuanos, ilocanos, bisayanos, hiligainones, bícoles, samareños, moros, pampangos, pangasinenses, ibanag, ivatan, igorotes, lumad, mangyen, negritos, aeta, ati…) mantienen una cierta nostalgia histórica de la presencia española en aquel precioso archipiélago.
No es broma tampoco escribir que en medio de la Isla de Bohol hay un lugar (Monumento Nacional) llamado Chocolate Hills, es decir, Colinas de Chocolate. Son 1268 conos de unos 120 metros de altura que ocupan una superficie de más de 50 kilómetros cuadrados. Son el resultado (dicen, pero vaya usted a saber) del levantamiento de depósito de piedra caliza. Es, pues, un intrigante paisaje kárstico, como dicen expertos.
Pero en el lugar (¿y quién va a estar más enterado que ellos?) no están muy convencidos y dicen que hubo una vez un gigante, Arogo, que lloró sin pausa y que cada lágrima por la muerte de su amada se convirtió en uno de esos conos.
¿Y por qué chocolate? Porque en los meses de sequía, agostado el verde que los cubre, dan la impresión de ser descomunales bombones, todos tan iguales, todos tan quietecitos.
Y como esto no es una página de propaganda turística, vamos al grano que nos interesa. En el salmo 56 (55 según la diferente numeración desde el 11 al 147) se lee (versículo 9) una cosa tan sugestiva como ésta: De mi vida errante llevas tú la cuenta. ¡Recoge mis lágrimas en tu odre! 
Moisés pedía a Dios si no perdonaba el pecado del pueblo: Bórrame del libro que has escrito. El autor de este salmo, en cambio, está seguro, recordando lo que hace un buen administrador con un tesoro o un beduino con el agua en el desierto, que Dios acaricia en su corazón los pasos del fiel desterrado y las lágrimas del perseguido por su causa. Aquí no hay conos de chocolate en los que se han convertido las lágrimas del que sufre, sino el seguro de que Dios será grandioso con sus amigos al final de la  peregrinación.

jueves, 3 de marzo de 2011

¿Es Dios el culpable?

De vez en cuando, determinados modos de razonar o de expresarse nos resultan nocivos, negativos, porque no nos ayudan a afrontar la realidad con una perspectiva iluminada por la verdad.
Se trata, frecuentemente, de dichos, de manifestaciones que se van haciendo “universales” y las asumimos sin someterlas a la criba de la reflexión.
Es casi seguro que todos hemos escuchado en alguna ocasión refiriéndose a alguien que sufre: “Dios te quiere mucho; por eso te hace sufrir”..., o frase parecida. ¡Es una aberración!
Verdaderamente, a todo el que sufre Dios lo ama, como Padre que es: le ama porque sufre. Pero alguien debió ser el primero que retorció el argumento..., y parece que tuvo éxito.
Aquí queda incluido todo el problema del mal, de la injusticia, de la enfermedad, de la muerte... La misma cuestión de la existencia de Dios.
La pensadora francesa de origen judío Simone Weil falleció el año 1943 sin recibir el Bautismo, aunque parecía estar buscando la fe en Jesús ayudada por un sacerdote dominico. Alguien ha dicho de ella que “es la mayor pensadora del amor y la desgracia” del siglo XX.
Me sorprendió, leyendo una obra suya, comprobar cómo, sin ser creyente en el Dios de Jesús, pero probablemente iluminada ya por su Espíritu, penetra, comprende y nos aclara el sentido del dolor.
Cualquier padre o madre, amando profundamente a su hijo, se da cuenta de que llega un momento en que es necesario dejar que sea autónomo; a pesar de los riesgos...
Como parte de la creación, los seres humanos no somos ajenos a toda clase de limitación... Dios respeta nuestra autonomía, nuestra libertad... Sufre por la injusticia...; y ama a cualquier hijo que padece.
Si es difícil entender y aceptar que Dios-Amor-Omnipotente no libre a la humanidad de tanto dolor de cuerpo y alma cada día, al menos tenemos que reconocer que nuestras penas no le son extrañas: Él, en Jesús, se hizo Hombre y participó de todas ellas. Conoció el hambre, la sed, el cansancio, la desilusión, la traición, la soledad, la agonía y la muerte más humillante y dolorosa.
Dice Simone Weil, como filósofa y no bautizada todavía: “La extrema grandeza del cristianismo procede del hecho de que no busca un remedio sobrenatural contra el sufrimiento, sino un uso sobrenatural del sufrimiento”.
La Muerte y Resurrección de Jesús han cambiado el significado del dolor humano, haciéndolo valioso en unión con el suyo: podemos completar su Pasión redentora, como miembros suyos, y participar luego de su triunfo.