Pet, en la cuna de
nuestra lengua, el indoeuropeo (según dicen los que son capaces de decir estas
cosas tan sublimes y acertar), encerraba el significado o sentido de volar, lanzarse hacia, precipitarse sobre
o en… De pet vino petere, que es,
por ejemplo, pero no solo, dirigirse a
otro generalmente para pedir. Y
cuando petere se hizo canalla resultó
petulare. Y petulantes eran los inaguantables pedigüeños en la pobre-rica Roma,
las prostitutas en la misma Roma virtuosa y vil. Y petulantes son hoy todos los
que inoportuna, extemporánea, irracionalmente… exigen. No piden, que es verbo
racional, oportuno, comedido, a la medida del trato entre personas que razonan.
Ellos petulan.
Demos una vuelta por el inverosímil mundo (inverosímil: “que no se parece en nada a
lo verdadero”, es decir a lo
correcto, lo conveniente, lo sensato) en
que nos movemos: en la familia, en la llamada sociedad, en el mercadeo de la Política, en las instituciones, en
las naciones y en sus conventículos y advertiremos cuánto hay de petulancia, de exigencia, de violencia
sutil o palmaria en sus actuaciones.
Esto, que suena tanto a política, puede trasladarse sin
reparo al precioso mundo de nuestra preciosa misión de educar. ¡Cuánto hay de petulancia donde no se ha enseñado a pedir! La insolencia no es arma de los
fuertes. Los fuertes tienen armas que hacen reflexionar, callar, ordenar, dar.
Los débiles se sienten movidos por lo que creen que remueve a los otros: el
fingimiento, la exageración, las quejas, los llantos, los mimos, la mentira, y
un pretendido paso a la concesión.
¿Qué hacer? Conducirnos a sentir que conversar es un noble ejercicio de convivir. Y que, como decía Quinto Horacio Flaco a su amigo, y casi
preceptor, Publio Virgilio Marón, mi otro
debiera ser siempre "dimidium animae meae",
mitad de mi alma: ¿quién no ama la mitad de lo que es? Y educar en
consecuencia.