Peer Gynt fue el sugestivo nombre que el
escritor noruego Henrik Ibsen dio al protagonista del drama que le musicó el rebelde
compositor Edward Grieg. Se estrenó hace ya casi
150 años. Puede ser que la obra no se represente ya, pero ¿quién no se ha
sentido lleno de tristeza por la muerte de la madre Aase, angustiado por el
hechizo horrendo de la hija del Rey de las Montañas, seducido por la danza de
la coqueta Anitra en el escenario del lejano y sin fin desierto de África donde
Peer había caído en la esclavitud de ser tratante de esclavos, o escuchando, de
vuelta ya de todo, la dulce canción de Solveig, su primer amor, su verdadero amor,
su único amor, el amor que redime?
El
adolescente Peer Gynt quiere llenar su vida de sueños, de riqueza, de amor, de
felicidad… Pero nada es noble en lo que encuentra, porque su corazón no es
noble. La Nada, la Sombra, el fracaso, el desengaño, el escarmiento, el vacío,
la traición de los que parecían amigos le hacen volver a una tierra que es la
suya, la de su destino. Porque es la de su cuna y la de una encantadora
muchacha toda dignidad y amor que estuvo siempre esperando.
Peer
Gynt es una metáfora existencial, una parábola de la vida. Ibsen, que supo
ahondar en el corazón de la mujer (¡y denunciar el egoísmo del hombre!), por
ejemplo en su espléndidamente triste Casa
de muñecas, nos hace pensar que la educación en la que no se ofrece como
supremo valor el servicio, es decir, el amor, la entrega al otro, es una
educación de formas, de ciudadanos, de comensales en la mesa de los amiguetes,
pero vacía de los cimientos y tejidos que le hacen a un hombre ser compañero de
camino hacia la Verdad y la Justicia.