Gliese
667 Cc’
En
un vuelo nocturno en el que no lograba dormirme, veía a través de la ventanilla
una lucecita blanca que, primero, me llamó la atención. No podía ser una luz de
tierra porque no se alejaba. Ni de otro avión allí y a aquella altura. Además
las luces de los aviones parpadean de sueño continuamente diciendo “¡Aquí estoy
yo!”. Y entonces se me ocurrió pensar (no decir, porque el que iba a mi lado
iba roncando y soñando con ovnis y no quería despertarle): “’UN OVNI!”. Y se me
alegró el propio “Yo” imaginando lo que iba a presumir cuando llegase a mi
destino y contase a los que viese que había visto un ovni. Había oído a un
piloto comercial que en sus vuelos nunca había visto un ovni ni nada que se le
pareciese. Y me felicitaba a mí mismo por tener aquella suerte.
Pero
cuando esperaba que el ovni nos hiciese una pasada y nos dejase un mensaje
silencioso, me di cuenta de que la lucecita era de nuestro avión y que nos
acompañaba vigilante a lo largo de todo el viaje.
Mientras
tenemos alma de niño, todos queremos ver un ovni. Algunos lo son tanto, que lo
ven. Entre ellos están los astrónomos,
esos privilegiados viajeros del espacio que buscan y buscan, sin duda no ovnis,
pero sí cuerpos nuevos desconocidos para poder ponerles su nombre.
Dicen
que un equipo de estos vigías de la noche ha descubierto que alrededor de las estrellas
enanas rojas de la Vía Láctea hay miles de millones de planetas rocosos,
parecidos a nuestra Tierra. Y que no muy lejos del Sol (a menos de 30 años luz)
hay más de cien planetas de los que algunos tienen diez veces la masa de la
tierra.
Es
conveniente saber que alguno de esos astrónomos nos asustan diciendo (y debe ser
verdad) que hay unos 160.000 millones de esas enanas rojas en la Vía Láctea. Y
nosotros a mirar a ver si se nos acerca algún ET que dé sal a nuestra vida.
¿De dónde nos vendrá
ese hondo suspiro al querer y no lograr que nos venga del espacio “alguien” o
“algo” con quien hablar y a quien amar? Sea de donde sea, nos perdemos mientras
tanto la ocasión de hablar y amar a los que ya tenemos al lado. Es sombrío
observar que el saludo es más raro día a día, que a los niños se le enseña a no
hablar con nadie que no conozcan, que no pertenezca al círculo estrecho de mamá
y de papá. Es normal comprobar que los jóvenes y algunos menos jóvenes han
aprendido tan bien la lección que ni siquiera responden al saludo que se les
dirige, porque temen que contestar significa caer en las horribles garras de un
desconocido. Para algunas generaciones el mundo es, de esa manera, muy
estrecho, muy sólo suyo. Se interesan por todo lo que pasa. Pero no se
interesan por los que pasan. Temen amar, porque amar es para ellos capturar a
alguien y no quieren comprometerse a convertir en parte de su vida a quien
puede esclavizarlos; ni dejarse capturar para no ser esclavos. No quieren la
esclavitud del amor, pero no se dan cuenta de que los ahoga la triste, la
solitaria, la sombría, la estéril esclavitud del egoísmo. Aman cosas que ellos
dominan o creen dominar: las criaturas de la imaginación, del deseo de sus
fantasmas y de sus cosas.