Hace casi 132 años que Henrik Ibsen estrenó su Casa de muñecas. Su contenido lo conocemos todos y su argumento se da de vez en cuando en la vida familiar. Para aquí cabe, en cambio, que transcribamos algunos latidos del corazón o del cerebro de los protagonistas del drama, los esposos Nora y Torvald.
La obra es un escaparate de la vida interior de los cinco personajes que se asoman a él: grandeza e indignidad, venganza y perdón, amor y apariencias, frivolidad y hondura, cercanía y desvío, heroicidad y torpeza… en las formas diarias de moverse que tenemos los humanos a remolque del egoísmo.
Torvald Helmer, el ”honrado”, el frío, el juez, el dictador familiar, asevera casi al comienzo de la obra, refiriéndose al hogar (?) de un amigo (?): “…una atmósfera de mentiras contamina toda la vida de una casa. Cada vez que esos chicos respiran, respiran un aire lleno de gérmenes malignos… Casi todos los jóvenes delincuentes tuvieron madres corruptas… Krogstad estuvo años envenenando a sus propios hijos”.
Y ya al final, comenzado el desenlace, habla Nora: “Llevamos casados ocho años, Torvald. ¿No te das cuenta de que ésta es la primera vez que tú y yo, marido y mujer, nos sentamos a tener una conversación seria? ... me di cuenta de que viví ocho años con un extraño. Y que tuve tres hijos con él”.
Y cuando Torvald piensa que todo puede volver a empezar, añade Nora: “Tendríamos que transformarnos los dos hasta tal punto que... esta unión pudiera convertirse en un matrimonio de verdad”.
Es triste que se necesiten ocho años de matrimonio, de cercanía, de muchas cosas, aun íntimas, en común (y ¡qué bien si se puede hacer y vale para algo!) para tener una conversación seria y para proponerse y lograr convertirse en un matrimonio de verdad. La costumbre hace que, viviendo sin tener una conversación seria, resulte imposible intentar un matrimonio de verdad.
No es ya hora. La ligereza, el engreimiento, la buscada ignorancia, la egolatría hacen al hombre ciego. Es mucho mal para que pueda curarse con un acto de voluntad. Faltó el conocimiento de sí y de la otra, el ejercicio del respeto, la estima, el amor auténtico y, a ser posible, la veneración, para que el matrimonio de verdad compartiera en una continuada conversación seria (y seria no significa triste, ni trascendente, ni estirada, ni académica) la belleza del amor.
Seria significa verdadera, auténtica, consistente, sólida, profunda, de ensimismamiento, de identificación, empapada de cariño, de comprensión, de franqueza, de transparencia… Y conversación es el bello ejercicio de verter en un mismo recipiente, el del amor, las ideas, los sueños, los deseos, los proyectos, los temores, las sensaciones, los más hondos sentimientos del genuino afecto.