miércoles, 4 de mayo de 2011

Casa de Muñecas.


Hace casi 132 años que Henrik Ibsen estrenó su Casa de muñecas. Su contenido lo conocemos todos y su argumento se da de vez en cuando en la vida familiar. Para aquí cabe, en cambio, que transcribamos algunos latidos del corazón o del cerebro de los protagonistas del drama, los esposos Nora y Torvald.  
La obra es un escaparate de la vida interior de los cinco personajes que se asoman a él: grandeza e indignidad, venganza y perdón, amor y apariencias,  frivolidad y hondura, cercanía y desvío, heroicidad y torpeza… en las formas diarias de moverse que tenemos los humanos a remolque del egoísmo.
Torvald Helmer, el ”honrado”, el frío, el juez, el dictador familiar, asevera casi al comienzo de la obra, refiriéndose al hogar (?) de un amigo (?): “…una atmósfera de mentiras contamina toda la vida de una casa. Cada vez que esos chicos respiran, respiran un aire lleno de gérmenes malignos… Casi todos los jóvenes delincuentes tuvieron madres corruptas… Krogstad estuvo años envenenando a sus propios hijos”.
Y ya al final, comenzado el desenlace, habla Nora: “Llevamos casados ocho años, Torvald. ¿No te das cuenta de que ésta es la primera vez que tú y yo, marido y mujer, nos sentamos a tener una conversación seria? ... me di cuenta de que viví ocho años con un extraño. Y que tuve tres hijos con él”.
Y cuando Torvald piensa que todo puede volver a empezar, añade Nora: “Tendríamos que transformarnos los dos hasta tal punto que... esta unión pudiera convertirse en un matrimonio de verdad”.
Es triste que se necesiten ocho años de matrimonio, de cercanía, de muchas cosas, aun íntimas, en común (y ¡qué bien si se puede hacer y vale para algo!) para tener una conversación seria y para proponerse y lograr convertirse en un matrimonio de verdad. La costumbre hace que, viviendo sin tener una conversación seria, resulte imposible intentar un matrimonio de verdad.  
No es ya hora. La ligereza, el engreimiento, la buscada ignorancia, la egolatría hacen al hombre ciego. Es mucho mal para que pueda curarse con un acto de voluntad. Faltó el conocimiento de sí y de la otra, el ejercicio del respeto, la estima, el amor auténtico y, a ser posible, la veneración, para que el matrimonio de verdad compartiera en una continuada conversación seria (y seria no significa triste, ni trascendente, ni estirada, ni académica) la belleza del amor.
Seria significa verdadera, auténtica, consistente, sólida, profunda, de ensimismamiento, de identificación, empapada de cariño, de comprensión, de franqueza, de transparencia… Y conversación es el bello ejercicio de verter en un mismo recipiente, el del amor, las ideas, los sueños, los deseos, los proyectos, los temores, las sensaciones, los más hondos sentimientos del genuino afecto.

lunes, 2 de mayo de 2011

"Preikestolen"

En Noruega, cerca de Stavanger y 600 metros sobre las aguas del fiordo Lysefjorden, hay una enorme roca llamada Preikestolen (algo así como Sede de sermones, o sea, Púlpito). Lleva hasta un fatigoso camino por el que se suben 330 metros.
Allá arriba supongo que habréis sentido, los que habéis estado, el placer de estar en un lugar excepcional, el miedo a acercarse al borde (604 metros de caída y el chapuzón en el agua desde esa altura deben de imponer) y llevarse una fotografía de un lugar como aquel. Pero, sobre todo, haber llegado. Porque el camino difícil y áspero de al menos dos horas debe de ser un reto que a algunos les resulta insuperable. Pero si no se sube, no se llega. No hay ascensor, ni teleférico, ni helicóptero.
Para ser padres no hay tampoco ascensor ni teleférico. Tener hijos no significa sin más ser padres. Ser es un verbo muy comprometido. Llegan a ser madre y padre los que han subido ese gozoso e intenso camino de la juventud, del enamoramiento, del noviazgo sabiendo que prepararse no es una actividad aleatoria o evitable, ni un tormento inaguantable, sino un deber y una necesidad, una tarea grave. ¿Cuántos años de estudio necesita un arquitecto para llegar a proyectar y construir  una casa? Y hacer mujeres y hombres, mujeres y hombres como deben ser, que es mucho más insigne que hacer una casa, ¿no va a necesitar una preparación seria y responsable de lo mucho que se necesita para crear un hogar?
A veces, desde al alto púlpito de la paternidad, se lanzan frases, retos, anatemas, castigos del todo inútiles e injustos. Porque como no se educa con palabras sino con la vida, no hay más remedio (¿pero cuántos lo adoptan?) que hacer un largo camino de formación como padres. Camino que no es necesariamente duro, pero que debe ser responsable, completo y que debe resultar feliz. Estar en la cima de la paternidad es vivir y hacer vivir como lo hacen los padres. Parece una perogrullada esta afirmación. Pero, aunque lo sea en el lenguaje lógico, no lo es en la vida. ¿O sí?

sábado, 30 de abril de 2011

Regar las plantas.

Hay quien quiere presumir de jardín, pero se olvida de mimar las plantas. Y, claro…
Se me desperezan en el recuerdo tres películas. Juntas, o seguidas, pueden servirnos de gran lección. Pero hasta que las veáis, leed, por favor, esta breve referencia y seguid después ensanchando y enriqueciendo mi pobre reflexión.
Totó es el protagonista de Milagro en Milán (Vittorio de Sica, Cesare Zavattini 1951). Sale Totó a los veinte años de un orfanato y une su suerte a la de los desheredados que malviven en las afueras de la ciudad. Allí siembra alegría, optimismo, ayuda, se acerca a los más hundidos y riega todo con el precioso regalo de su amor. Cuando los echan los propietarios de los terrenos donde tienen su chabolas, se van al centro de Milán y, montados en escobas, vuelan hacia “el país donde decir buenos días significa decir buenos días”. 
Werner Herzog dirigió El enigma de Kaspar Hauser (1974), muchacho de origen misterioso, que vivió, desde su infancia, encadenado, solo y relegado en un antro. Cuando lo dejaron libre a los 16 años, almas buenas lo recogieron y hasta su muerte, cinco años más tarde, manifestó una despierta inteligencia y aprendió a hablar, escribir, estudiar y vivir rodeado de afecto, aunque murió violenta y misteriosamente .
La historia, también real, de John Merrick, El hombre elefante (David Lynch 1980), nos cuenta que nació con enormes deformaciones en su cuerpo, lo usaron como espectáculo de feria hasta ser recogido y amado hasta su muerte en un hospital de Londres.
Sin duda ha bastado este apunte (que sería bueno ampliar viendo y sintiendo esas cintas) para avivar en el fondo de todos nuestros deberes más acuciantes nuestro deber de padres, educadores, conciudadanos que tan fácil y cómodamente dejamos oxidar. Se es padre (generalmente) por amor: se debe ser padre con amor. Los hijos nacen por amor: deben crecer, por encima de todos los demás recursos, gracias al amor. Lo más ordinario es que los hijos nazcan inteligentes, sanos, guapos y buenos. Y nos hace estar desvelados que estén enfermos, que no coman, que no crezcan con los percentiles exactos que corresponden a su edad. Presumimos de ellos y de ellas cuando los sacamos en su cochecito como a un príncipe en su trono y nos hace felices escuchar de ellos: “Es preciosa”, (mientras en nuestro interior sentimos: “No hay nadie tan guapa como ella”). Los “mandamos” a la escuela sin pensar que la inteligencia se hace esencialmente en casa; que la escuela los nutre, si acaso, de conocimientos y nos los hace “eruditos”; que la masa (pequeña o grande) de la escuela no es la máquina adecuada para que la mente adquiera la convicción de que su persona es parte vital de una unidad sagrada, la familia; que la conciencia (¡que la tienen los niños!) se modele con convicciones que deben ser el mejor patrimonio de la familia; que en la escuela no se afinan los sentimientos como sucede (o debe suceder) en el hogar donde viven unos para otros, cultivan la acogida, el aprecio, la mismidad, la solidaridad, el perdón, el cariño.
Vivamos de modo que la buena semilla que hemos lanzado a la tierra reciba de verdad y con absoluta entrega ese riego fecundo de la educación.

jueves, 28 de abril de 2011

Probióticos... prebióticos

Hay muchos Justin célebres. Pero en este momento, sin dejar de lado al canadiense Justin Bieber de todos conocido, me quiero referir al doctor Justin L. Sonnenburg. Ha afianzado la convicción de que en nuestro cuerpo hay células que no son del cuerpo; esto es: que están de alquiladas. Y que se puede contar con ellas (y con las que nos traguemos debidamente seleccionadas y acondicionadas) para arreglar nuestra indómita salud. Ya hay en el mercado y nuestros frigoríficos alimentos atiborrados de probióticos y prebióticos. Asusta leer (o tal vez leí mal, porque era letra pequeña): 100 millones no menos de 250 millones de células vivas. Se ve que son tantas y con tantas ganas de entrar, que los encargados de dosificar se han resignado a no contarlas. Por mucha confianza que traten de darme, no me digan que esto no es una avalancha, una invasión, un allanamiento de morada. Porque ¿qué hago yo con tanta célula extranjera?
Como el doctor Sonnenburg, de la Universidad de Stanford (EEUU), es una autoridad en esta materia, le voy a consultar si su regla vale también en la educación de los hijos. Si su curiosidad, sus ganas de preguntar, de inquirir, de enredar, su geniecillo, su actitud desafiante cuando alguien trata de imponérseles, su alegría desbordante, su encierro en sí mismos cuando algo se les ha torcido… son probióticos que están ahí dentro para que la mente y el corazón de los padres logren un fruto reconvertido de deseo de saber, de capacidad para investigar, de no quedarse en ociosos de oficio, de dominar las cuestas arriba que se les vayan presentando, de saber relacionarse sin dejar que los manejen, de llenar su mundo de luz auténtica y de claro optimismo.
¡Ah!: y los prebióticos. Porque si el niño nace sin pañales y crece sin papilla y es la madre la que se lo pone o se la da en el momento y en la forma adecuada, necesitan igualmente (¡y mucho más!) que se les inculquen (¡qué palabra más sonora, más denostada por algunos y más descuidada por la mayoría!) los principios y los valores que necesitan ya ahora y después y más tarde y siempre. Para elegir bien, para asumir lo bien elegido, para mantenerlo en adecuado cultivo. Para descubrir que el instinto es bueno, pero que no es el gran capitán de la vida. Que existen otras actitudes que deben adquirirse, ensayarse, practicarse, mantenerse y optimizarse: la generosidad, la solidaridad, el respeto, el esfuerzo, el trabajo, la austeridad, la constancia, la auto-exigencia, la precisión, la veracidad, la bondad, la fortaleza… Es decir, la honradez total (porque si no es total no es honradez). 

martes, 26 de abril de 2011

El estallido


Sobre lo que no se puede demostrar gran cosa ha habido siempre grandes ideas, hipótesis y teorías. Parece, como todos los lectores saben, que fue el astrofísico inglés Fred Hoyle (que defendía la idea de que el universo está como estaba y estará siempre como está y estuvo siempre) el que dio nombre en 1949 a la teoría de que el universo está en continua y violenta expansión. Pero lo hizo para reírse de ello y utilizó la expresión Big Bang (Gran Explosión) como mote del nacimiento de toda la materia existente. George Gamow había expresado el año anterior su intuición de que llegarían a descubrirse indicios o evidencias de ese fenómeno. Y hoy se utiliza habitualmente la expresión de Hoyle como la que mejor lo describe. Aunque si no había nada antes de la explosión, difícilmente podía explotar algo.
Los cristianos fundamos nuestra conducta en un hecho que nos lleva a una consideración paralela. Jesús dijo que para que un grano de trigo pueda convertirse en  vida tiene antes que entregar la propia, hundirse en la tierra y morir. Es decir, sólo el que ama es capaz de dar su vida. El que ama de verdad. Él mismo afirmó que no hay mayor amor que el del que da la vida por el que ama. Nos repugna morir. Basta analizar nuestras consultas al médico, nuestras quejas porque no nos atienden ni tan rápida ni tan eficazmente como necesitamos. Basta ver nuestras farmacias domésticas, nuestros sanos ejercicios en los gimnasios y en las pistas donde se intenta aniquilar al colesterol. ¡Y cómo vamos a dar la vida a otros, ni aun a cuentagotas, si tanto la necesitamos, si tanto la queremos, si tanto nos mimamos! 
En estos días del año repasamos una página de nuestra historia en la que se relata el drama de unas lámparas apagadas porque habían asesinado al que las mantenía enardecidas; y el terror, la incredulidad, el pasmo, la alegría, una nueva chispa en aquel fuego asfixiado al ver de nuevo al autor de sus vidas vivo y convertido en un volcán de amor.
La resurrección de Jesús fue el estallido de amor que hizo por fin posible su deseo: que la tierra se llenase del fuego que Él había venido a traer. El grano caído era ya la gran cosecha prometida. Es verdad que con su muerte y su exaltación no se habían acabado los perseguidores, los fabricantes de hielo, de odio, de egoísmo. Él está aquí buscándolos para amarlos y así desarmarlos y hacer de ellos sembradores de dignidad. En aquel estallido había brotado una floración de vidas entregadas, de candidatos a la muerte de amor que lleva a expandirse sin miedo a la violencia.
Veinte siglos han visto desfilar imperios, guerras y  revoluciones. Todo ese mal se ha desvanecido. Y el amor ha seguido muriendo y construyendo otro reino en el que la cosecha del odio no tiene acogida.

domingo, 24 de abril de 2011

A la greña.


Cneo Pompeyo Trogo, Estrabón y Lucio Anneo Floro fueron hombres de amplísima cultura: viajaron, observaron, anotaron y escribieron hace veinte siglos sobre el mundo conocido. Trogo era vocontio, de la Galia Narbonense, es decir, francés (entonces eran sólo galos); Estrabón era griego: Amasía, su patria chica, era parte de la Grecia anclada en el continente asiático junto al mar Negro; y Lucio Anneo Floro era africano o tal vez español y buen amigo del también culto emperador Adriano. Pero los tres, Cneo, Estrabón y Lucio,  eran orgullosamente romanos.
Leamos sin prevención algo de lo que (sin ponerse de acuerdo) escribieron de los hispanos (entonces no había andaluces, ni riojanos, ni asturianos, ni…).
Pompeyo Trogo, en tiempos de Augusto y estrenando el llamado ahora siglo I, escribió: “...prefieren (los hispanos) la guerra al descanso, de modo que si les falta enemigo, lo buscan en casa”.
Estrabón a finales del siglo I aC reflejaba así lo que había aprendido de otros porque nunca estuvo en España: : “... el pueblo ibero tiene leyes, cantos y bailes desde hace 6.000 años... el orgullo les impidió unirse. Si no, no habrían sido dominados por los cartagineses, celtas y romanos.
Y Lucio Anneo Floro, un siglo más tarde: “... pueblo valeroso el hispano, pero torpe para la confederación”.
Mucho más tarde, casi al alcance de nuestra mano, Gertrude Stein, una norteamericana de rompe y rasga, consideraba que los españoles “no oyen lo que se les dice ni escuchan, pero usan para lo que quieren hacer lo que han escuchado”.
Cuando nos miramos al espejo nos decimos con frecuencia: ”Pues no estoy tan mal”, “Es natural que mis ojos gusten tanto”, “La verdad es que me conservo joven”. Bien sabemos que la costumbre y el amor propio se han convertido en los espejos de nuestra vanidad. Y que al único espejo que no le hacemos caso es al que nos critica, como nos decía con claridad en 1937 Gertrude Stein.
¿Nos vale lo que se decía de nosotros hace veinte siglos o nos gusta seguir rompiendo los espejos de nuestra identidad? ¿Será posible que, al menos en el precioso y pequeño solar de nuestro hogar, no busquemos ni alimentemos enemigo con quien poder estar a la greña? 

viernes, 22 de abril de 2011

Tiresias.


Ulises, hecho el sacrificio, invoca a Tiresias
En la enmarañada mitología griega que heredaron, corrigieron y aumentaron los romanos, sobresalen, entre todos los adivinos, Tiresias y Calcas. A los dos se les puede dar diploma de honor. Los demás, a lo más, quedaron con un honorable accesit. Aunque Mopso, nieto de Tiresias, hizo que Calcas, experto en ver el futuro en la guerra de Troya,  muriese de dolor al tener que aceptar su superioridad.
Tiresias lo pasó muy mal a pesar (o debido precisamente a ello) de su prestigio como vidente. Atenea lo convirtió en mujer cuando era joven. Pero, arrepentida, le devolvió a su ser primero siete años más tarde. Y lo dejó ciego por su curiosidad de verla en el baño. A Tiresias recurrió el trágico Edipo para conocer su oscuro origen y el porqué de su torcida conducta. Tiresias aconsejó al joven Odiseo en el Hades sobre el regreso a su adorada isla de Ítaca.
Y a Tiresias recurren los conocedores del genoma por lo de Edipo: ¡complejo de Tiresias!; y los psiquiatras por la condición del ciego que no ve el presente mientras adivina el futuro. Es decir, la situación de los que ven lo que no ven los demás porque son ciegos o, de otro modo y más exactamente, los que se ciegan ante otras cosas cuando tienen clara su visión sobre una concreta. ¡El complejo de Tiresias! 
Algo parecido nos sucede a todos con frecuencia cuando defendemos con tanta pasión nuestra verdad. Hasta el punto de matar o matarnos. Nos cegamos para cualquier otra “verdad” que no sea la nuestra. Se trata de un conflicto entre “yos”. O del ejercicio (parece ser que necesario o al menos higiénico) de llevar la contraria.  
 ¿A qué se debe? Las razones pueden ser muchas y sería bueno ver todas. Pero nuestra “verdad” llega a poco, si es que es verdad de verdad y si es verdad que llega. Contentémonos con ello. Quien es capaz de poseer la verdad puede ampliar este comentario. 
Defendemos hasta la muerte (mejor la del oponente) nuestra verdad, porque nos creemos más que él. O porque creemos que sólo nosotros tenemos derecho a pensar, a opinar, a expresarnos. O porque nos produce tanto placer vivir chinchando, que no somos capaces de renunciar a él. O porque vivimos tratando de acomodar el mundo a nuestro gusto, de moldearlo según nuestro criterio, de colorearlo de acuerdo con nuestro daltonismo. O porque no sabemos hacer otra cosa. O porque estamos insatisfechos de la vida y de la historia y de todo y no podemos aceptar que haya algo que esté bien. O porque destruir nos gusta tanto, que apenas aparece algo o alguien en quien asestar nuestra maza, nos entregamos con placer a no dejar títere con cabeza. O porque nos sabe a derrota dar el visto bueno a lo que no  hemos pensado o dicho o hecho nosotros. O porque somos idiotas. En el buen sentido de la palabra. O en el malo.    

miércoles, 20 de abril de 2011

Hacer daño.

Es el propósito de los que programan una procesión atea en Madrid para el próximo Jueves Santo. Ese proyecto despierta en las personas normales y sanas de corazón, mente e hígado un sentimiento de estupor. ¿Es posible que yo vaya por la calle, en Madrid, y me cruce con personas que necesitan vomitar sobre los otros la amargura de la bilis de su desarreglo interior? ¿Cómo son por dentro? ¿Hay peligro de que, de repente, den salida a su instinto de morder? ¿Dormirán bien? ¿O se lo impedirá el desasosiego que les producen los cálculos sobre el riesgo de hacer lo mismo ante la mezquita de la M30?
Matar a Dios fue el deseo que tuvo Caín y que creyó satisfecho matando a su hermano. A pesar de que había oído antes en su extraño corazón el susurro amable de Dios: «¿Por qué andas irritado y por qué se ha abatido tu rostro? ¿No es cierto que si obras bien podrás alzarlo? Mas, si no obras bien, a tu puerta está el mal, acechando como fiera que te codicia y a quien tienes que dominar».
«Hacer daño» no es un proyecto humano. Y menos de quien lleva adelante un ejercicio de amor a los demás dando de comer en tiempo de crisis, mermando un poco los propios haberes para los que no tienen más que deberes, dedicando un poco de su vida como voluntario en atender a enfermos contagiosos o no, yendo a esos países en los que reina la tiranía egoísta y capitalizadora que se vuelca en forma de hambre sobre el pobre pueblo. ¡Y vaya si es pobre: de comida, de libertad, de opinión, de movimiento, de dignidad...!  
Los que programan hacer daño y reírse de un Mártir del amor que enseñó a todos los hombres a amar; a perdonar; a poner la otra mejilla cuando ya nos han herido; a tomar, como parte de  nuestro paso por este precioso mundo de amor, dar la vida por el otro; a ser perseguidos como lo fue Él; a pedir a Dios, a quien queremos por encima de todo, que perdone a los que nos matan, porque no saben lo que hacen… ¿de qué pechos mamaron ese instinto de destrucción?; ¿en qué escuela de valentía y generosidad se han formado?; ¿en qué filas militan?; ¿quién les paga?; ¿tienen psiquiatra?; ¿qué país quieren construir?; ¿qué mundo quieren embellecer?  

lunes, 18 de abril de 2011

De interés turístico.

Causa extrañeza leer los eslóganes que estimulan a visitar una ciudad cuando en ellos se declara que sus procesiones de Semana Santa son “de interés turístico”. Y uno se pregunta: ¿quién tiene la culpa de que un “producto” de amor se haya convertido en una atractiva meta de excursión?
No es que queramos que se instaure un tribunal que determine si hubo o no delito. Y, menos todavía, la cuantía de su purga. No somos quién para ello. Pero sí invitar con voz alta (porque, si no, la voz se pierde en el desierto) a reflexionar sobre el proceso que ha llevado a esa apreciación turística de la fe. Tenemos todos todo el derecho y deberíamos sentir todos también todo el deber.  
¿Cuáles han sido los caminos por los que la penitencia pueda estar degenerando en ostentación? ¿Y el de la fe y el amor, que se apoyan en la contemplación de la belleza, para que ésta inspire poco más que admiración estética? ¿Y el que hayan recorrido los promotores, herederos de la fe de sus padres (¡de sus madres!), de sus abuelos, de sus… para que su gestión de servicio y devoción haya quedado enturbiada, si no pervertida, por tics de mangoneo y zancadillas con poca piedad? ¿Y el de permitir que un tesoro de fuego se convierta en estímulo de una fría visita turística?  
La Semana Santa es un legado sagrado. Lo son las realidades que representan. La intención de los que la alientan. La cuna en que nació. El deseo de que no se pierda ni un solo gesto de lo que da vida a una fe que siempre corre el riesgo de vacilar como las velas y antorchas que lucen en ella.
El sólo acto de repetirla un año más y otro y otro, no garantiza la pureza de su entraña. Si se pudiese pesar todo el esfuerzo que se dedica a organizarla y sopesar todo el caudal que se invierte en hacerla lucir, habría que cotejarlo con el fruto cristiano que se busca y se obtiene en ella. Habría que hacerlo, aunque fuese difícil y duro y doloroso pesar, sopesar y cotejar. Porque, si no, se llegaría a estar hinchando un muñeco más o menos llamativo para que, a su paso, la gente quedase asombrada de tanto volumen, tanto color y tanta apariencia vacíos y fuese aceptando que la vida del espíritu se alimenta con aire.      

sábado, 16 de abril de 2011

Un riesgo: el riesgo

Gardaland (cerca del lago de Garda, Italia) es el parque de atracciones más atractivo de Europa. Tiene ya 35 años de edad y sigue creciendo: en ingenios, en visitantes (más de un millón y medio en 2008) y en… soñadores. Hace pocos días (el 1º de abril de 2011) añadió a sus cinco montañas rusas otra más que define como “alada”, es decir con alas. Hace un recorrido de 800 metros  realizando un “vuelo” de 33 metros, tres “vueltas de campana” y alguna bajada con una inclinación de 65 grados.
Un parque de atracciones es un mercado abierto a muchos gustos y muchas opciones. Parece que atrae especialmente a los niños. Pero es natural que sus mecanismos más complejos, como éste que ofrece RAPTOR, al provocar sensaciones de riesgo sean los más buscados por los jóvenes. ¿Por qué? Porque misteriosamente algunos de ellos que están asentando su autonomía adulta necesitan retarse a sí mismos a entrar por un camino aparentemente insuperable. Han vivido así la engañosa experiencia de haber superado un reto superior a ellos mismos. Con la mentirosa convicción de que lo podrá hacer igualmente ante todos los retos de la vida. O ante casi todo.
La búsqueda del riesgo es natural en el joven. Es parecido a la entrada en el mundo de los mayores. Pero con una diferencia abismal. El mayor afronta la dificultad porque debe avanzar en su proyecto. Algunos jóvenes la buscan sólo para autocomplacerse, para aparecer valientes (¡y superiores!) ante los amigos, para experimentar la excitación que da no saber qué va a pasar, para probar algo que se sabe prohibido, pero que lo está porque sale de los límites de lo normal y él desea, necesita entrar en lo extra-normal. 
Seguramente no acude para todo eso a la ruleta rusa. Pero la sensación de que es capaz de superar todo, de que puede volver atrás, le envisca para hacer lo que no parece tan malo. Un drogadicto, por ejemplo,  no empieza a serlo mientras se dice: “Quiero ser un drogadicto”. Pero sí  puede estar diciéndose. “A ver qué se siente”. “Si veo que no es para tanto, que me hace mal, lo dejo”. “Un poco nada más y ya está”.
Esta búsqueda del riesgo aparece en los adolescentes y jóvenes que miran al futuro como a algo que se presenta lleno de humo, indefinido, como situación normal de una sociedad en crisis de futuro. Cuando, en cambio, se crece en hogares con padres seguros de sí mismos, entregados a su deber de presencia, a su papel de maestros de vida por su serenidad y estima de la dignidad, de la responsabilidad, del tesón ante las dificultades, es natural que se formen hijos orgullosos de sus formadores, semejantes a los modelos atractivos que son sus padres y, lo más importante, necesitados de responder con amor y lealtad al amor y lealtad de aquellos.