martes, 18 de septiembre de 2012

Pareidolia.



Entre Hamlet y Polonio - ¿recuerdas? - se cruza este diálogo en el acto III:
- ¿No ves aquella nube? ¿No tiene la joroba de un camello, mi amigo?
- Un camello: es verdad…
- No, deja, deja. ¿No ves más bien como una comadreja?
- Justo: una comadreja…
- Pues te digo que más bien me parece ya un pescado
- ¡Un pescado!
- Una ballena
- ¡Justo!
- ¡Basta! ¡Que me has hartado con tus conformidades!

Aunque el propósito del príncipe perdido era manifestar su desagrado por la mentira y la ilusión en que pueden enredar los aduladores, nos viene bien traerlo aquí. La sensación de percibir algo sensorial en un estímulo aproximado a la imagen de un objeto es un fenómeno psicológico mucho más común de lo que creemos y al que los especialistas llaman pareidolia (es decir, aproximadamente, cercano a una imagen). Por ejemplo ver en el perfil de una nube la cara de una persona, interpretar como el quejido de un niño el ruido de los goznes de una puerta perezosa. Rorschach lo usó en la exploración psicológica y Jeff Hawkins lo  introdujo en su teoría de memoria- predicción.
Y nosotros lo usamos continuamente en nuestro pensar, juzgar y hablar: Me parece, se parece…  Y nos quedamos tan tranquilos. Como si pudiésemos construir una opinión con pareceres, como si la justicia se asentase sobre  pareceres, como si las decisiones pudiesen ser hijas de pareceres. Y peor es aún que sean los pareceres de los demás los que nos mueven en el precioso y delicado oficio de tejer el juicio y la resolución. Una de las causas de mayor desbarajuste en la conducta de los hijos está en nacer en hogares en los que no hay certeza en lo que se juzga y constancia en la línea de la actuación. Porque muchísimo  peor es que no equivoquemos de  parecer y lo cambiamos y la barca personal, matrimonial y familiar se mueve en círculos.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Paralímpicos.



Es bien sabido que nuestros 142 atletas paralímpicos en los juegos de Londres de 2012 (entre los 4.200 que intervienen) han obtenido en la mayor parte de las 20 modalidades de deportes y atletismo, 42 medallas. Aunque la clasificación general del medallero tiene en cuenta los trofeos de oro y España, con ocho, ocupa el 17º puesto, el número total de medallas nos daría el puesto 10º de las 164 naciones que intervienen.
Estoy seguro de que algunos de los que leen estas líneas están muy al tanto de los datos exactos del hecho y me corregirán lo transcrito. Pero como lo que nos importa aquí no es redactar una crónica fiel, sino expresar un pensamiento que tal vez compartimos todos, eso hacemos.
No sólo nuestros compatriotas, sino todos los que participan en este notable acontecimiento son el exponente visible de muchas personas que, en lo deportivo y en otras muchas modalidades de la lucha en la vida, demuestran su valía. Y se sobreponen a lo que podría considerarse una condena y lo convierten en un estímulo admirable. 
En cambio, parece como si ese estímulo en los que organizan la vida pública (y en los que viven esperando lo que hacen esos organizadores) y en las vidas e iniciativas más o menos privadas (sociedades, agrupaciones, familias…) se quisiese resumir en vivir bien, es decir, en bienestar a toda cosa. No sufrir, evitar la fatiga, el arrojo, el ardor, el denuedo, el coraje, el aliento, el empeño, el esfuerzo, el trabajo… Hay familias en las que todo el empeño está en hacer hijos altos, sanos, guapos, orondos… y se olvidan de lo principal. De que no sean imbéciles. Pero los hacen así o dejan que se hagan ellos mismos así. Parece mentira, pero los etimólogos no se ponen de acuerdo en lo que significa y es, por tanto, un imbécil: que si el viejo que vacila porque no tiene bastón, el que no pincha ni corta porque no tiene “cetro”… Y lo malo es que cuando se dan cuenta de cómo es su hijo, ponen el grito en las nubes sin caer en que han sido ellos los que lo han hecho así. El capricho, la complacencia, la aceptación, la “democracia” (¿qué democracia?), la “paz” (¿qué paz?) fue el alijo al que se le concedió que se instaurara como norma y objetivo.
Recuerdo una triste y cabal afirmación de un gran hombre cuando se refería al proyecto social y familiar de nuestros días para el hombre: “Un cerdo en una cama con ruedas”.

sábado, 8 de septiembre de 2012

La Honestidad.



Conocéis la leyenda del emperador chino que, para elegir esposa, lo hizo entre todas las jóvenes que, presentadas como aspirantes, volviesen al cabo de seis meses con la flor más hermosa obtenida del cultivo de una semilla recibida del rey. Eligió a la que presentó, en medio de un jardín de hermosísimas flores traídas por las otras, una maceta sin más que tierra. Su decisión, explicó el emperador, la había movido el deseo de compartir la vida con una mujer fiel a su amor. Todas se habían ido a su casa con una semilla estéril y volvían con la mentira de una flor deslumbrante. La elegida presentaba la hermosura de la honradez.
Vivimos y convivimos, con frecuencia, engañando y engañándonos. Engañar a los demás nos resulta fácil desde que nos hemos entrenado engañándonos a nosotros mismos. ¿Qué por qué nos engañamos? Porque nos gusta soñar más que vivir, esperar más que trabajar, suponer más que constatar, desear más que ahondar, exigir más que dar, recibir más que servir. Nos sentimos inseguros y nos creamos arrimos que disimulan nuestra inseguridad. Deseamos ser importantes y en vez de buscarlo y lograrlo siendo honrados, siendo auténticos, recurrimos a parecerlo, a darnos importancia, a pedir a los demás que nos lo reconozcan: que es el mejor argumento para demostrar que no lo somos.
Engañamos al débil porque sabemos que podremos aprovecharnos de él y de su debilidad. Al fuerte, pero con disimulo y taimadamente, para que el bien que esperamos obtener sea, al menos, el de que nos aniquile. La mentira es un rebujo en el que la apariencia del papel dorado es lo contrario de lo que envuelve.
Que cuando el Rey ponga en claro cuál ha sido su política de amistad, de amor para con nosotros, podamos levantar la cabeza ofreciéndole en nuestros ojos la flor de la sencilla verdad.

lunes, 3 de septiembre de 2012

¿Amigos?



Hay palabras (de las que subrayo ahora amor y amigo) que se usan como un pañuelo. Pueden ser el leve cofre de un delicioso perfume, un signo de alianza desplegado en el aire, el tapón con el que queremos impedir que se nos escape la vida de una persona que es parte de la nuestra, un dócil instrumento con el que sacudimos el polvo y hasta el recipiente temporal de algo que no queremos que se vea ni se toque ni se huela.  
Decimos amigo cuando en realidad estamos tantas veces refiriéndonos a amiguitos, a amiguetes, a amigotes… A nuestro alrededor, tan intensamente denso como lo hace el círculo angustioso de los medios llamados de comunicación, aparecen con profusión esas figuras. El interés, el miedo, la pura y sucia simpatía, la necesidad de contar con respaldo para nuestras aventuras, la afinidad de gustos y tantas otras dimensiones de la precariedad de nuestra personalidad, nos hacen recurrir a la larga fila de rodrigones  a los que mal llamamos amigos.
Abu Muhammad 'ali Ibn Hazm nació en Córdoba el año 994 entre los clamores de las victorias de Almanzor, y murió contando ya setenta años, en su casa de campo Manta Lisham (Montíjar hoy, en Huelva) la tarde de un domingo, cansado de la política y del engaño y después de haber pensado y escrito sobre teología, filosofía, historia, política…
En el capítulo XVII (Sobre el amigo favorable) de su libro juvenil El collar de la paloma nos explica lo que él considera encomiable en la amistad: 
Entre las cosas que son de desear en amor, es una que Dios Honrado y Poderoso conceda al hombre un buen amigo, de amables palabras y grande ánimo, que sepa cómo tomar las cosas y cómo salir de ellas, de claro entendimiento y lengua aguda, reposado y muy entendido, poco dado a llevar la contraria y mucho a ayudar, colmado de paciencia, indulgente con las importunidades, aunado con su amigo, buen cumplidor de los juramentos de la amistad, razonable en amoldarse a las cosas, de natural loable, incapaz de injusticia, presto a la asistencia, aborrecedor de todo desabrimiento, fácil de abordar, desprovisto de perversidad, de ideas sutiles, sabedor de las debilidades humanas, de buenas costumbres, de ilustre cuna, guardador del secreto, muy piadoso, de veras leal, libre de traición, de alma generosa, de fina sensibilidad, de intención notoria, de moderación evidente, de temperamento constante, pródigo en dar consejos, de afecto acreditado, fácil de convencer, de rectas creencias, de lenguaje sincero, de espíritu vivo, de natural casto, de brazos abiertos y holgado pecho, revestido de tolerancia, amigo de los puros afectos e incapaz de desvío”.

miércoles, 29 de agosto de 2012

La acera.


Aceras en Pompeya.

No está de menos – ni de más - recurrir al DRAE (Diccionario de la Real Academia Española) para saber o, mejor, para precisar qué es una acera. Esto dice el DRAE: Orilla de la calle o de otra vía pública, generalmente enlosada, sita junto al paramento de las casas, y particularmente destinada para el tránsito de la gente que va a pie.
Me pasa (a mí, pero a lo mejor también a otras personas) que voy por la acera (se suele decir “por la calle”, pero pienso que lo que hago es ir por su orilla, que no sé si es de la calle o del paramento de las casas) pensando: estas personas que encuentro ¿saben lo que es una acera y para qué sirve?
Bajo de la acera (mirando a la izquierda por si viene un coche) para no turbar la apacible con-tertulia que la ocupa totalmente: son tres amigas, un cochecito con un tierno bebé y dos adheridos… Y no es correcto impedir que se expresen con libertad en el lugar de su afortunado encuentro: “¡Cuánto tiempo sin veros!”. “¿Sabes lo que le pasó ayer a…?”.  
Me cruzo con personas que llevan bien clara en el rostro la noticia de que tienen carné de conducir (¡con todos sus puntos!). Y van por la izquierda. ¿Serán ingleses? Pero, también en la cara se ve claramente que les gusta la tortilla de patatas, el jamón de pata negra, el rabo de toro y los toros en la plaza.     
Pero sería demasiado ramplón quedarse en la acera de la vida sin lanzarse a la vorágine de la calle. ¡Y a ella vamos! Porque lo que quiero señalar (¿te pasa lo mismo o, al menos, un poco de lo mismo?) es que no es infrecuente encontrarse en ella con personajes que critican todo “de oficio”, con otros que preguntan con aire de código, no sé si moral, civil o penal,  si no habría sido mejor hacer eso o aquello de otro modo, con censores que reprochan (uno lo era tanto que le llamaban Don Reproche) cualquier minucia o error en tu frágil mundo de decisiones, no sé si porque no les gusta nada que no sea lo que ellos piensan o hacen o porque tienen envidia de no haberlo hecho ellos.
Pero los peores son los que no te dejan ser tú mismo, respirar como piden tus pulmones, alegrarte por el canto de un gorrión, sonreír porque por fin llega la lluvia o el sol o el calor o el frío.
¡A tapar la calle, que no pase nadie…! cantaban las niñas de mi niñez. Y yo sigo con ganas de que me dejen que las aceras de la vida estén destinadas realmente, no a llenarse de tapones humanos ni de vetos ideológicos, sino para el tránsito de la gente que va a pie.

viernes, 24 de agosto de 2012

Informar.


Me permito tomar, por lo que tiene de aleccionadora, una página de El libro de los hechos insólitos de Gregorio Doval, escritor fecundo, profundo y divertido, lector e investigador versátil e incansable, periodista, guionista, director de televisión…
No sé si figura como de advertencia a los alumnos de primer curso de periodismo. Pero en todo caso nos sirve a los que solemos ejercer de portavoces de la novedad o a los que nos gusta ser los primeros en contar o los que aseguran que ellos son los que tienen la verdad de la verdad.
En un estudio sobre el mecanismo de creación de los rumores, el investigador Jean-Noël Kapferer relata un famoso caso extremo ocurrido en la prensa europea durante la Primera Guerra Mundial. Todo comenzó al informar el periódico alemán Kölnische Zeitung de la toma de la ciudad belga de Amberes por el ejército alemán, con el siguiente titular: «Las campanas sonaron con la noticia de la caída de Amberes», entendiéndose que se refería a las campanas alemanas. Pues bien, basándose en esta noticia, el diario francés Le Matin informó como sigue: «Según el Köilnische Zeitung, los párrocos de Amberes se vieron obligados a tocar sus campanas una vez que las defensas habían caído». El tumo tocó entonces al londinense The Times, que daba su versión: «Según Le Matin, que reproduce una noticia de Colonia, los sacerdotes belgas que se negaron a hacer volar sus campanas después de la caída de Amberes han sido depuestos de sus funciones». La noticia se va complicando cuando la hace pública el italiano Corriere de la Sera: «Según The Tímes, que cita noticias de Colonia comentadas en París, los desafortunados sacerdotes que se negaron a hacer sonar sus campanas han sido condenados a trabajos forzados». Pero la cuestión queda rematada cuando de nuevo Le Matin informa sobre el suceso: «Según una información del Corriere de la Sera, vía Colonia y Londres, se ha confirmado que los bárbaros ocupantes de Amberes han castigado a los sacerdotes que heroicamente se negaron a repicar las campanas, colgándolos de ellas con la cabeza hacia abajo, como un badajo vivo».
En nuestra jerga nacional esto se llama cotilleo. Ya en el lejano 5 de marzo del año pasado reflexionábamos (o eso queríamos hacer) sobre el deporte olímpico del cotilleo. Es deporte porque es ejercicio de práctica ociosa (¿quién cotillea en el trabajo? o ¿es trabajo-trabajo lo que hacemos salpimentándolo con alfilerazos de ocurrencia, comadreo, rumor y aserto?).
Y es olímpico por varias razones. En primer lugar porque nos sentimos dioses de nuestro olimpo decidiendo como dioses sobre la vida, la conducta y la suerte del vecino (¡cuánto más vecino, mejor!). Es olímpico porque lo ejercemos en competición airada y a veces desairada y entregamos a ello nuestras mejores energías. Es olímpico porque nos gusta encumbrar los podios de las medallas y gozamos con oírnos pregonar como los mejores artistas en el arte de referir, tergiversar, amplificar, desdecirnos, mejorarnos en el arte de arrancar la piel con bizarría y solidez.