Me contó mi amigo
Pepe que con otro suyo tuvo que viajar hace años a una capital europea.
Recuerdo cuál era, pero por miedo a represalias, no lo digo. Y al llegar la
hora oportuna se desearon buena noche y se fueron a acostar. Pasado algún tiempo,
cuando mi amigo ya había pasado la etapa MOR de su sueño o la que fuese, se
despertó porque creía oír voces. Aguzó el oído y oyó claramente la voz de su
amigo que gritaba: “¡Pepe, que me llevan!”.
Ante el evidente
secuestro de su amigo que se estaba cometiendo en lengua extranjera, se lanzó
de la cama dispuesto a dar la vida para salvarlo. Entró dispuesto a todo en la
habitación contigua y descubrió al infeliz ahuyentando chinches y repitiendo
una y otra vez. “¡Mira, mira, mira! ¡Vámonos!”.
El Cimex Lectularius (o “la Cimex”, porque
los hay de los dos sexos, claro) es un insecto singular. Tiene costumbres
nocturnas, como saben mis lectores más añosos, y sale en la oscuridad a
emborracharse de sangre humana donde le dejan. Descubre por el CO2,
dicen, a la víctima y lanzándose desde el techo si es necesario y
con dos trompetillas que lleva en su
hocico, entra al ataque en la despensa de su subsistencia. Con una de ellas
extrae el alimento, mientras que con la otra inocula un anticoagulante y un
anestésico para que no le interrumpan en su actividad.
Chinches hay en todas
partes y en todos los grupos, animales y humanos. Son esos de los que solemos
decir: “¡Me está quemando la sangre!”. O una expresión equivalente más sonora
que esa. Me gusta observar a la gente. Y supongo que alguno, despistado,
también me observa a mí. Y observando, observando me parece haber constatado
las causas por las que los chinches sociales lo son. Como mi observación es,
sin duda, muy reducida, me gustaría que alguno de mis lectores me ayudase con
sus conclusiones a enriquecer mi cuadro.
Hay chinches de
nacimiento: han nacido, parece ser, para picar. Lo hacen como respirar, es
decir, sin darse cuenta. Son los que critican todo, lo saben todo, corrigen
todo, son los primeros en saber todo… Han nacido dictadores. Y usan el rebenque
para hacer sentir quién lleva el látigo. Hay chinches en las familias, entre
hermanos, en las pandillas, en las clases, en las agrupaciones de cualquier
tipo. O han nacido chistosos. Y gozan con que les rían sus picotazos. Hasta
puede ser alguno de estos sea ingenioso: estos no tienen cura, porque viven y
perviven sin enterarse de que sus gracias tiene una sal que quema.
Hay chinches
amargados. En el mundo del trabajo, en las relaciones sociales, intelectuales,
comerciales… ¡y deportivas! Les fue mal aquello y se han envenenado para
siempre y envenenan el aire con sus censuras, sus repulsas, sus anatemas…
Hay chinches…
¿Hay remedio? ¡Claro
que hay remedio! Un padre y una madre ecuánimes, justos, de mirada amplia, de
afecto cálido, de humor templado, de comentario equilibrado, de trato amable
producen hijos como ellos. Y si se dan cuenta de que alguno, desde la niñez,
asoma su dardo afilado, saben acompañarlo sabiamente en la reflexión sobre la
inoportunidad de lo dicho o lo injusto de lo comentado, sobre la grandeza de
apreciar, el placer de comprender y la necesidad de respetar.