San Gimignano a la hora de la siesta
Quien viaja de Siena a Florencia por la apacible, hermosa, acogedora, artista Toscana y a igual distancia de esas dos preciosas ciudades, descubre a la izquierda, en una colina elevada (y si no hay niebla, tan bonita y tan espesa como la de la Toscana), una ciudad amurallada de sueño: San Gimignano. Y si tiene tiempo y se desvía a la izquierda, como queda dicho, a la altura de Poggibonsi, puede encontrarse en medio de las altas torres que dan a San Gimignano su carácter propio y, creo, exclusivo. Tiene otros atractivos este viejo y casi misterioso lugar, asentamiento etrusco primero y romano más tarde. Pero lo que le ha dado carácter fue el fruto del tesón de algunos de sus habitantes, los nobles que lo habitaban en el siglo XII, que contendían en nobleza y apariencia y que levantaron en sus moradas (no podemos llamarlas simplemente “casas”) su propia torre, más alta que la del vecino, ¡claro está! Se conservan 15 de las 72 que parece que tuvo.
La UNESCO, que anda a la caza de cosas y lugares donde colocar sus distinciones, declaró a San Gimignano, hace poco más de veinte años, Patrimonio de la Humanidad.
¿Nos valen esta historia y estos pujos para mirarnos a nosotros mismos, mirar a los vecinos y mirar, sobre todo, a nuestros hijos? Sería pueril que nuestras vidas estuviesen movidas por el “¡Pues yo, más!” que tanto nos condiciona, generalmente, … ¡para ser menos!. Porque esa expresión, esa actitud interior, nace de la inmadura pretensión de aparecer, de parecer que, por ser máscara de la vida, suele ocultar el vacío interior que tan poco suele preocupar a los que andan locos por adornar el escaparate. “¡Yo no sé parecer…!”, decía Hamlet a Gertrudis, su madre. Hay quienes se alimentan de parecer. Y enflaquecen en el nervio interior del “ser”.
Pero puede haber otra mirada, no más benévola sino más exigente, al contemplar las altas torres de san Gimignano, que es la del estímulo, la emulación. Cuando un protagonista de la Historia (¡lo somos todos!) mira a su alrededor y descubre la grandeza de un obrero, la nobleza de una madre, la dignidad de un servidor público, los notables logros de un tesonero estudiante, la belleza de un paralítico que sonríe y agradece, la sonrisa de un paciente enfermo sin remedio… está estudiando y aprendiendo, si la entiende, la alta lección de ascender en la verdadera aristocracia, la interior.
¡Qué hermoso sería poder contemplar y vivir en medio de un bosque de torres no cerradas en sí mismas y alimentadas de envidia y acechanza, sino levantadas a costa de esfuerzo, sacrificio, entrega, solidaridad y amor! No sería utopía. Sería simple y sublime realidad de la que es capaz el ser humano, investido del Soplo divino.