Es seguro que todos hemos juzgado, comentado, lamentado y, hasta puede ser que condenado, la desagradable desaventura, hace unas semanas, de seiscientos pasajeros de una compañía aérea. Es de las que llaman low-cost, pero se nos ocurre que le va mejor el adjetivo de baratitas, es decir que cuestan menos. Iban desde la India hasta Inglaterra y en Viena tuvieron que pasar la gorra (es un modo de traducir del Alemán o del Inglés) hasta que cada uno de ellos apoquinó 130 esterlinas para pagar el combustible que necesitaban los cuatro aviones en que se trasladaban para llegar a casa, es decir, a Birmingham.
Al cabo de seis horas despegaron. Es decir, tuvieron tiempo de extrañarse por el hecho, más todavía por la exigencia de un suplemento. Tiempo para protestar, negarse, tomar un café, ir al banco, seguir protestando, preguntar, beberse una tila y averiguar que el equivalente en euros de las 130 libras eran unos 150. Si se daban prisa en reunirlos. Porque el euro bajaba como un plomo y corrían el riesgo de que con tanto plomo por tanta bajada del euro, hubiese que añadir a las 130 libras unos centimitos, so pena de que los reactores no pudiesen elevarse.
También a nosotros puede sugerirnos este percance alguna reflexión útil, por muy depreciada que sea. Si se nos ha dicho, con la transparencia de la Verdad, que no debemos emprender una guerra si sabemos que nuestros efectivos son inferiores a los del enemigo, o no tenemos pertrechos suficientes o la intendencia es lenta, si es que llega… Cuando sabemos, de la misma fuente de la Verdad, que no es sensato el que comienza a construir una casa sin saber si el dinero que tiene le llega para terminarla, ¿por qué emprender un viaje, desde la India a Inglaterra, o desde que nacemos hasta que morimos, sin la garantía de que podremos acabarlo bien, sin tropiezos “existenciales”, sin vacíos irrecuperables, sin desazones y lágrimas infecundas? ¿Por qué no programamos inteligente y amorosamente el camino que van a hacer nuestros hijos, no para limpiarlo de dificultades, obstáculos y esfuerzos, sino para ayudarles en que se doten de acierto para diagnosticarlos, de sabiduría para enfocarlos, de fortaleza y tesón para afrontarlos y convertirlos en resortes de maduración y mejora de la propia condición, de fortalecimiento y decisión?
Podemos, además, pensar (mientras recordamos a los viajeros que dejamos volando de Viena a Birmingham) que nos dieron un claro ejemplo de solidaridad y de sentido de una auténtica democracia. Qué difícil es que se pongan de acuerdo seiscientas personas en algo tan desagradable como recomponer un episodio de desaguisado empresarial. Pues lo hicieron. Qué admirable que seiscientas personas aceptasen la propuesta de un líder cuando lo que se les proponía era tan sinrazón como aquel planteamiento. Qué ejemplar que un grupo, una comunidad, un colectivo, una familia anteponga la consecución de un objetivo bueno, aunque difícil de aceptar, con tal de seguir el rumbo que se habían prefijado: ¡Volver a casa!
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