¿Qué pasó el invierno pasado (2010-2011) para que 30.000 grullas se quedasen en Agamón Hula en vez de irse, como todos los inviernos, a África? El Agamón Hula o Lago Hula (que los árabes llaman Buheirat El Jula y los hebreos Agam ha-Hula) está situado en una región del Norte de Israel, entre los Altos del Golam al Este y las Montañas de Neftalí al Oeste. En realidad está hundido en la parte más norteña del llamado Gran Valle del Rift de 5.000 kilómetros, que llega hasta Mozambique. En ese “rift” o depresión geológica, como un tajo entre dos continentes que siguen separándose, está también el lago de Genesaret, el río Jordán, el mar Muerto, el mar Rojo, Kenia, Yibuti, Ruanda, Burundi, Malawi… hasta Mozambique. Es interesante observar esa larga quiebra en la superficie de la tierra en alguna de las fotos desde satélites que circulan por la red.
Fue una zona invadida por el paludismo, hasta que, a partir de 1950 y hasta 1958, se hizo un profundo trabajo de saneamiento, desecación y en una pequeña parte de la depresión, de reinundación. Es, con sus alrededores, una formidable escala de paso para las aves migratorias que van y vienen desde Europa Este a África hasta un total – dicen - de 500 millones al año. ¿Quién las puede contar?
¿Y por qué se quedaron? Las grullas no lo dijeron. Pero los expertos atribuyen a la creciente sequía de las grandes zonas en las que esas aves migratorias hibernan, el rechazo a ir a parar a un lugar donde el agua y la alimentación iban a ser insuficientes. Es admirable la sabiduría animal en detectar, decidir y organizar una escala “permanente” de invierno en un lugar donde habitualmente sólo encontraban descanso y comida para unas horas.
Conocemos la avalancha de la emigración en nuestras tierras. Que nos plantea preguntas, algunas inquietantes, sobre ese fenómeno y sobre nuestra propia vida en un futuro cercano: “¿Qué va a ser de nosotros? ¿Qué les tocará ver a nuestros nietos?”. Seguramente no nos hemos dado cuenta de que gran parte de la causa de ese flujo lo hemos provocado nosotros. Hay una palabra, globalización, defendida o denostada, que llena los argumentos de muchos para defender sus propias posturas económicas, sociales y morales. Pero no movemos un dedo para implicarnos en el encauzamiento de esa realidad.
Tenemos delante de nuestros ojos algo más acuciante, más comprometedor, más cercano, más nuestro: Acompañar y educar a nuestros hijos para que no crezcan buscando el paraíso donde sestear, la meta a dos pasos para ahorrarse el esfuerzo de ir adonde deben, tratando de evitarse la fatiga de llegar a su meta, a alcanzar el tope de su posibilidad en la preparación, en el arrojo, en la independencia, en la creatividad, en el ardor. Que no queden en borregos amansados por el propio rebaño ni hagan de grullas que se quedan a medio camino ni se conviertan en babuinos que remedan pero no crean. Podremos así apoyar nuestra cabeza con dignidad cuando, en nuestro final, nos toque dejar libre el camino.
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