Si quisiésemos dar con el núcleo del mensaje de Jesús, llegaríamos a él recordando (¡y ojalá que viviendo!) su afirmación: No hay mayor amor que el del que da la vida por el amigo. Nos interesa “el otro” para poder ser nosotros mismos. Sin “otro” no soy nadie, más aún, no soy nada. Y no “el otro” para apoyarme en él, para sacarle lo más que me deje sacarle, para meterme con él, para pincharle, para despellejarle… Me interesa, necesito al “otro” para quererle. Si “el otro” fuesen “los otros”, “todos los otros”, ¡miel sobre hojuelas! Nos encandilan personas de las que decimos “¡Ese, esa, sí!”. No hace falta nombrar a nadie porque todos nosotros llevamos en algún pliegue del corazón (si no lo tenemos podrido) el nombre de alguna de esas personas que vivieron dándose desde que “el samaritano” nos enseñó a descubrir en “el otro” y en la necesidad de servirle la fuente de nuestra dignidad.
Llama la atención el clamor de personas como Emmanuel Lévinas (1906-1994), lituano francés, judío, que vivió y enseñó que la relación con el “otro” no es un simple “contrato” humano entre dos hombres, un hecho aislado en la historia, sino ir más allá de lo presente, de lo finito, de lo temporal. El ser humano no es nunca un ser para la muerte sino un ser para el “Otro”. En el “otro” está siempre la presencia ausente de la idea de infinito que preside mi vida y hace al “otro”, al “rostro del otro”, incapaz de ser dominado.
La voz más profunda, más auténtica, más humana de cualquiera de nosotros nos invita, más aún, nos obliga a rechazar toda violencia contra la vida. El deber del hombre hacia el “otro” es incondicional. Y eso es lo que constituye el fundamento de la humanidad del hombre. El hombre es “más que ser”. La relación moral que impone el rostro del “Otro” nos conduce, dice Lévinas, a Dios, porque su huella se puede leer en el rostro del “otro”. Lévinas (buen judío él y profundo creyente en las fronteras de la propuesta cristiana) condenaba el “consuelo de las religiones”, cuando son las prácticas rituales, las normas llamadas “religiosas” las que vertebran la vida de un creyente, porque quedan más acá de la muerte. En cambio, el servicio a los demás, la entrega de la vida para amarlos hasta el fin son nuestra escala para superar a la muerte.
¡Cuántas veces lo hemos oído de labios de la Verdad: “Venid, benditos de mi Padre… porque me disteis de comer”!
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