Sería pobre que el árbol de Navidad quedase en puro adorno en nuestras casas. Y sería rico que fuese fuente de sugerencias para nuestro espíritu. Se dan diferentes explicaciones sobre su origen y naturaleza: como la veneración del árbol venerado por los Druidas de Europa central que los cristianos tomaron para celebrar el nacimiento de Cristo siguiendo a San Bonifacio en el siglo VIII; él lo adornó con manzanas y velas precursoras de los adornos que hoy se usan.
Se difundió por la Europa más “moderna” casi mil años más tarde y parece que llegó a España a mitad del siglo XIX.
Evocan el árbol del Paraíso cuyo fruto provocó la soberbia del hombre en sus orígenes. Recuerda el árbol en el que Cristo dio la vida para que todos los hombres la tengan en abundancia y para siempre.
En Steyr, ciudad del norte de Austria, hay un árbol sorprendente. Es el altar de la iglesia del Niño Jesús. Se cuenta que en 1694 llegó a la ciudad un campanero nuevo, enfermo de epilepsia. Era un verdadero amigo del Niño Jesús. Y en un hueco de la corteza de un abeto puso una Sagrada Familia en cuya contemplación encontraba alivio para su mal. Oyó que se atribuía a una imagen del Niño Jesús la curación de una monja paralítica y él puso una copia de cera de aquella imagen en el hueco del árbol. Empezó a sentirse curado y comenzaron las peregrinaciones hasta el Niño Jesús del árbol.
Se construyó una iglesia alrededor de aquel árbol privilegiado, porque sobre él descansan el altar y el sagrario. Y sigue abrazando al Niño Jesús de cera que bendice a los hombres y los inunda con su luz.
¡Ojala el árbol de Navidad, el árbol de la Vida fuese en cada casa, en cada plaza, en cada ciudad en que se levante un foco que irradie amor y paz, los dones que Jesús nos regala al regalarse a sí mismo!
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