viernes, 9 de diciembre de 2011

Infancia.


Charles Pierre Baudelaire (1821-1867), el llamado poeta maldito, llenó sus atormentados 46 años de tristeza, de sed de amor y belleza, de conflictos interiores y con todos, de droga y disolución. Jules Barbey d’Aurevilly, que le conocía bien y le admiraba por la profundidad de su corazón vertida dolorosamente en la poesía, le llamó Dante de la decadencia. Su padrastro, desde que Charles tenía seis años, Jacques Aupick, al que Charles siempre odió, le mantuvo lejos del calor del hogar en el Colegio Real de Lyon, primero, y en el Luis el Grande, de donde le expulsaron.
A su madre le escribía con alma de niño abandonado y actitud de viejo resentido: « Ha habido en mi infancia una época de amor apasionado por ti… Este fue para mí el buen tiempo de las ternuras maternales. Perdóname por llamar “buen tiempo” a aquel que fue, sin duda, tan malo para ti. Pero yo viví siempre en ti; tú existías sólo para mí. Tú eras el mismo tiempo mi ídolo, mi camarada…
Más tarde, tú sabes qué atroz educación me quiso dar tu marido; ya tengo 40 años y, sin embargo, no pienso en los colegios sin dolor, así como en el miedo que mi padrastro me inspiraba… Golpes (se refiere al colegio de Lyon: ¡tenía 9 años!), luchas con los profesores y los camaradas, abrumadoras melancolías… Siendo niño han poseído mi corazón dos sentimientos contradictorios: el horror a la vida y el éxtasis de la vida».
Es terrible pensar en una persona que vive su vida de tropiezo en tropiezo por haber crecido como describía en uno de su poemas: « … el cielo cuadrado de las soledades,/en que el niño bebe diez años la áspera leche de los estudios».
La cuna marca el camino de cada persona. No sólo la de la sangre del padre y la del seno materno. Tal vez mucho más el aire que se respira alrededor de la vida de infante, el calor con que se siente arropado el adolescente en esos años “terribles”: para él y para sus padres, pero decisivos y dichosos para la maduración y asentamiento de su personalidad; que tanto pesan, tanto duran y tanto permiten ver al final (si se ha sabido gestionar bien ese proceso de crisálida) una flor madura y dispuesta a convertirse en un fruto exquisito.
¡Cuántas veces la violencia que se derrama por la historia, por las calles y dentro de las familias se gestó o con el abandono de lo más precioso en la vida de una persona, la ternura, o con el abuso de la ternura como complacencia y debilitamiento de la entereza!     

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