Italia tiene como capital a Roma desde 1870. Pero el Estado
italiano de los Saboya, cuya sede estuvo con anterioridad en Turín, se trasladó
a Florencia en 1864 durante poco más de cinco años. Tal vez porque el esplendor
de la bellísima ciudad podría aumentar la
prestancia internacional de la monarquía.
Las relaciones entre esta y el Vaticano no eran ni mucho
menos fluidas. Y estaban pendientes cuestiones graves para la vida de la
Iglesia, especialmente el riesgo de la supresión de algunas diócesis y la
provisión de obispos que necesitaban el llamado exequatur o vistobueno del Gobierno para diócesis que llevaban
varios años de orfandad.
El tiempo y la investigación después del tiempo pasado
permitirán conocer, al menos en parte,
las gestiones que hechas, como enlace oficioso de la Santa Sede, por Don Bosco
ante las autoridades civiles, sobre las que el santo mantuvo una reserva
celosa.
El 12 de diciembre de 1866 (era rey Víctor Manuel II:
1864-1871) Don Bosco visitó al Presidente y Ministro del interior Bettino
Ricasoli para iniciar una labor de mediación entre la Iglesia y el Estado
italiano sobre esos temas, en particular sobre el nombramiento de obispos en Italia. Antes de entrar en el
fondo de las negociaciones, Don Bosco dijo al ministro: “Excelencia, sepa que
Don Bosco es sacerdote en el altar, en el confesonario, entre sus jóvenes,
sacerdote en Turín como en Florencia, sacerdote en la casa del pobre, en el
palacio del rey o en la casa de los ministros”. El ministro le aseguró que podía
estar tranquilo y confiado: nadie había pensado en propuestas que no estuviesen
de acuerdo con sus convicciones.
Cualquiera diría, acercándose a la biografía de Don Bosco,
que toda su ilusión, desde niño, fue llegar a ser sacerdote. Pero si ese
cualquiera ahonda en su espíritu y su conducta y conoce su grave temor de no
ser apto para ello en sus primeros años de seminarista, o su sufrimiento que le
hirió en sus relaciones con su superior eclesiástico que no le entendía,
descubrirá que su vida estuvo continuamente conducida por la docilidad a la
llamada de Dios para que fuese constante y totalmente sacerdote según el
corazón de Cristo, sacerdote ayer, hoy y siempre.